— ¿Para qué? ¿No puedes hacerlo a oscuras?
— Se han cagado por todas partes… no sé dónde pisar…
— El centinela tiene prohibido desplazarse — le respondió otra voz del grupo —. Suéltalo ahí mismo.
— ¡Por Dios, alumbrad en esta dirección! ¿Es que no podéis levantar el trasero?
El larguirucho Ellizauer se enderezó y en dos pasos llegó junto al tractor. Apuntó el reflector a lo largo de la calle. Andrei vio al centinela. Aguantándose los pantalones bajados, el soldado daba pasitos inseguros, con las piernas flexionadas, al lado de la enorme estatua de metal que algún excéntrico había logrado erigir directamente en medio de la acera, junto al cruce. La estatua representaba a un individuo bajo y corpulento de cabeza afeitada, que vestía algo así como una toga, y tenía una desagradable cara de sapo. A la luz del reflector, parecía de color negro. La mano izquierda señalaba hacia el cielo, mientras la derecha, con los dedos bien separados, se extendía sobre la tierra. De esa mano colgaba ahora un fusil automático.
— ¡Listo, muchas gracias! — gritó alegre el centinela y se agachó —. Pueden apagar la luz.
— ¡Vamos, trabaja! — lo alentaron desde el grupo —. Te cubriremos, en caso de que pase algo.
— ¡Muchachos, quitad la luz! — rogó el caprichoso centinela. — No la quite, señor ingeniero — aconsejaron desde el grupo —. Está bromeando. Además, iría contra el reglamento.
Pero Ellizauer apagó la luz de todos modos. Se oían las risas del grupo. Después comenzaron a silbar a dúo una marcha militar.
«Todo sigue igual — pensó Andrei —. Incluso hoy parecen estar más divertidos de lo habitual. No oí bromas ayer, y tampoco anteayer. ¿Serán los edificios? Sí, podría ser. Era puro desierto, y ahora, a pesar de todo, son casas de vivienda. Al menos se puede dormir en paz, los lobos no molestarán… Pero Fogel no es de los que difunden el pánico. No, no es de ésos. — De repente, Andrei se imaginó el día siguiente, cuando diera la orden de comenzar la marcha y ellos se amontonarían, apuntando con los fusiles y diciendo: «¡No seguimos!» —. ¿Quizá están contentos por eso ahora, porque se han puesto de acuerdo, porque han decidido emprender el regreso al día siguiente? («¿Y qué puede hacernos ese burócrata de mierda?») Y ahora les da absolutamente lo mismo… Y el canalla de Quejada está con ellos. Lleva varios días quejándose de que no tiene sentido continuar adelante… en las reuniones vespertinas me mira de reojo… Se sentirá encantado si me presento de vuelta ante Geiger con las manos vacías. — Un escalofrío le hizo sacudir los hombros —. Tú mismo tienes la culpa, baboso, les has dado demasiada cuerda, demócrata de mierda, tú, amante del pueblo… Debí haber hecho que fusilaran a Chñoupek en aquella ocasión, el muy canalla, y acogotar enseguida a toda aquella banda. ¡Qué derechitos andarían ahora! ¡Y tuve una excelente oportunidad! Violación colectiva, a lo salvaje, de una nativa, de una nativa menor de edad… Y cómo se burlaba el degenerado de Chñoupek, cínico, saciado, asqueroso, cuando yo les gritaba. Y cómo todos palidecieron cuando saqué la pistola… «¡Ay, coronel, coronel! ¡Es usted un liberal y no un jefe de tropa!» «¿Para qué fusilarlos ahora, consejero? Existen otros métodos de castigo…» No, coronel, está claro que no hay otros métodos que sirvan para castigar a los que son como Chñoupek. Y después de aquello, todo se torció. La chica se pegó al destacamento, y para mi vergüenza no me di cuenta de ello a tiempo (¿debido al asombro, o a qué?), y más tarde comenzaron las peleas, las disputas… Debí haber aprovechado la primera pelea para fusilar a uno de ellos, azotar a la chica y echarla del campamento. Pero… ¿echarla, adonde? Ya estábamos en las casas quemadas, faltaba el agua, habían aparecido los lobos…»
De repente, se oyó un rugido abajo, soltaron unos tacos, algo cayó y rodó con estruendo, y desde la entrada de la casa entró de un salto al círculo de luz un simio totalmente desnudo, de espaldas, que cayó sobre su trasero levantando una nube de polvo, y antes de que tuviera tiempo para apoyar las patas en el suelo, un segundo simio, también desnudo, saltó encima de él como un tigre, y ambos se enzarzaron en una pelea y comenzaron a rodar por los adoquines de la calle, chillando y gruñendo, escupiendo y soltando rugidos, mientras se aporreaban mutuamente con todas sus fuerzas.
Andrei, con una mano clavada en el antepecho, buscaba algo con la otra en su cintura, olvidando que la funda yacía sobre el butacón, pero en ese momento salió de la oscuridad el sargento Fogel como una nube negra y sudorosa impulsada por un huracán, se detuvo encima de los canallas que peleaban, agarró a uno por los cabellos, al otro por la barba, los levantó del suelo y los hizo chocar entre sí con un crujido seco antes de tirarlos uno a cada lado, como cachorros.
— ¡Muy bien, sargento! — se oyó la voz del coronel, débil pero firme —. Esta noche, encadene a esos canallas a sus literas, y mañana marcharán todo el día en la vanguardia, aunque no les toque.