Читаем La Ciudad maldita полностью

— Regresaré mucho antes — dijo Andrei —. Esta salida no la considero ni siquiera como una exploración. Sólo quiero mostrarles a esos abortos cobardes que más adelante no hay nada terrible. ¡Estatuas que caminan, lo único que me faltaba! — De repente, cayó en cuenta —. No tenía la intención de ofender a sus soldados, coronel.

— Tonterías. — El coronel hizo un ademán con su mano huesuda —. Usted tiene toda la razón. Los soldados siempre son miedosos. Nunca en mi vida he visto soldados valientes. ¿Y a santo de qué deben ser valientes?

— Pero si lo que tuviéramos por delante fueran solamente los tanques del enemigo…

— ¡Tanques! — dijo el coronel —. Los tanques son otra cosa. Pero recuerdo perfectamente un caso en el que una compañía de paracaidistas se negó a ocupar una aldea donde vivía un brujo, famoso en toda la comarca.

Andrei se echó a reír y le tendió la mano al coronel.

— Hasta más ver — dijo.

— Un momento — lo retuvo el coronel —. ¡Dagan!

El ayudante hizo su entrada a la habitación, llevando en la mano una cantimplora cubierta por una malla plateada. Sobre la mesa apareció una bandejita plateada con dos vasitos mínimos, también plateados.

— Por favor — lo invitó el coronel.

Bebieron e intercambiaron un apretón de manos.

— Hasta más ver — repitió Andrei.

Bajó al vestíbulo por la hedionda escalera, saludó con frialdad a Quejada, que estaba agachado, trabajando con un instrumento parecido a un teodolito, y salió al aire asfixiante de la calle. Su corta sombra cayó sobre las baldosas rajadas y polvorientas de la acera, y en ese momento apareció una segunda sombra. Andrei recordó al Mudo. Se volvió y lo vio en su pose habitual, de pie, con las piernas desnudas muy separadas y las manos metidas bajo su ancho cinturón, del que colgaba un sable corto de aspecto amenazador. Sus cabellos negros y espesos estaban en desorden, y su piel cetrina brillaba como si se hubiera untado grasa.

— Y a fin de cuentas, ¿no quieres llevar un fusil automático? — preguntó Andrei.

No.

— Bien, como quieras.

Andrei miró hacia atrás. Izya y Pak estaban sentados a la sombra del remolque, con un mapa abierto delante de ellos, revisando el plano de la ciudad. Dos soldados, con el cuello estirado, miraban el plano por encima de sus cabezas. Uno de ellos tropezó con la mirada de Andrei, apartó la vista con prisa y le dio un codazo en el costado al otro. Ambos se apartaron al momento y desaparecieron tras el remolque.

Junto al segundo tractor estaban reunidos los choferes, encabezados por Ellizauer. Vestían de manera diferente, y la pequeña cabeza de Ellizauer estaba cubierta por un enorme sombrero de ala anchísima. Allí había otros dos soldados que daban consejos y escupían con frecuencia a los lados.

Andrei miró a lo largo de la calle. Estaba desierta. El aire caldeado temblaba sobre los adoquines. Un espejismo. A cien metros era imposible distinguir algo, como si todo estuviera cubierto de agua.

— ¡Izya! — llamó.

Izya y Pak se sobresaltaron y se pusieron de pie. El coreano recogió su pequeño fusil rudimentario del suelo y se lo puso bajo el brazo.

— ¿Qué, ya? — preguntó Izya, animado.

Andrei asintió y echó a andar delante de ellos.

Todos lo miraban: Permiak, con los ojos entrecerrados debido al sol: el subnormal de Ungern, haciendo muecas con su boca siempre medio abierta: y el lúgubre Gorila Jackson, que se limpiaba lentamente las manos con un pedazo de estopa. Ellizauer, semejante a un adorno sucio y roto de un parque infantil, se llevó dos dedos al ala del sombrero con expresión solemne y comprensiva, mientras que los soldados que escupían dejaron de hacerlo, intercambiaron un par de comentarios sin levantar la voz y se marcharon al unísono.

«Tenéis miedo, liendres — pensó Andrei, vengativo —. Si os llamo ahora para reírme de vosotros, os lo haréis en los calzones…» Pasaron por delante del centinela, que se apresuró a ponerse en posición de firme, y siguieron caminando por los adoquines: Andrei delante, con el fusil colgando del hombro: a un paso de distancia el Mudo, con una mochila en la que había cuatro latas de conservas, un paquete de galletas y dos cantimploras con agua; a unos diez pasos detrás, arrastrando el calzado destrozado iba Izya, que llevaba a la espalda una mochila vacía y un mapa en una mano, mientras se registraba presuroso los bolsillos con la otra, como si tratara de averiguar si había olvidado algo. Cerraba la marcha el coreano, que caminaba con ligereza, bamboleándose un poco, con el paso del hombre que está acostumbrado a las largas caminatas, llevando el fusil de cañón corto bajo el brazo.

La calle estaba caldeada. El sol quemaba ferozmente hombros y espaldas. El calor llegaba en olas lentas desde las paredes de los edificios. Ese día no soplaba viento alguno.

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