Читаем La Ciudad maldita полностью

— Dijo que los Preceptores se enredaron hace mucho tiempo en sus proyectos, que han hecho todas las tentativas posibles y que ya ni siquiera saben qué hacer. Dijo: «Están en bancarrota. Y todo sigue funcionando por inercia».

Andrei, totalmente perplejo, se rascó la nuca. ¡Vaya con Donald! Por eso anda tan raro los últimos días… Los demás callaron también. El tío Yura liaba lentamente otro enorme cigarrillo. Izya, con la sonrisa congelada en el rostro, seguía pellizcándose la verruga. Kensi volvió a dedicarle toda su atención a la col agria, mientras Fritz sacaba y metía la quijada y no apartaba los ojos de Van. A Andrei le pasó una idea por la cabeza.

«Así es como comienza la desmoralización. Con conversaciones de este tipo. La incomprensión genera la falta de fe. La falta de fe genera la muerte. Es peligroso, muy peligroso. El Preceptor lo había dicho claramente: lo fundamental es creer en la idea hasta el fin, sin mirar atrás. Reconocer que la incomprensión es una condición indispensable del Experimento. Naturalmente, eso es lo más difícil. Aquí, la mayoría carece del verdadero temple ideológico, de la sólida convicción de que el futuro luminoso es inevitable. Que ahora todo puede ser muy difícil, y mañana también, pero pasado mañana veremos sin falta el cielo estrellado, y a nuestra calle llegará la fiesta…»

— Soy una persona sin preparación — dijo de repente el tío Yura, mientras pegaba con la lengua el cigarrillo que acababa de liar —. Sólo llegué a cuarto grado, por si os interesa, y ya le conté a Izya que vine para aquí huyendo… Como tú… — Y señaló a Fritz con el enorme cigarrillo —. A ti te abrieron un camino para salir del campo de prisioneros, a mí, de la aldea. Si dejamos a un lado la guerra, yo he vivido toda la vida en la aldea, y nunca he entendido nada. Pero aquí, ¡sí! Lo que pretenden con su Experimento, os lo digo honestamente, hermanitos, no me importa y tampoco es nada interesante. Pero aquí soy un hombre libre, y mientras nadie toque esa libertad, yo tampoco me meteré con nadie. Pero si aparece gente aquí que pretenda cambiar nuestra situación como granjeros, os prometo solemnemente una cosa: no dejaremos piedra sobre piedra de vuestra ciudad. Nosotros no somos babuinos, cabrones. ¡Nosotros no dejaremos que nos pongan un collar, cabrones…! Así son las cosas, hermano — dijo, volviéndose directamente hacia Fritz.

Izya soltó una risita distraída, y de nuevo reinó un silencio incómodo. El discurso del tío Yura había sorprendido a Andrei en cierta medida, y llegó a la conclusión de que la vida había sido particularmente dura para Yuri Konstantinovich. Si decía que no había entendido nada, seguramente tenía sus razones, y preguntárselas entonces sería una falta de tacto.

— Creo que estamos planteando estas preguntas de manera prematura — se limitó a decir —. El Experimento se lleva a cabo desde hace poco tiempo, hay mucho que hacer, se requiere trabajar y creer en la justicia…

— ¿De dónde sacas que el Experimento se lleva a cabo desde hace poco? — lo interrumpió Izya con una sonrisa burlona —. Ya dura cien años, por lo menos. Seguramente ha durado mucho más, pero esos cien años te los puedo garantizar.

— Y tú, ¿cómo lo sabes?

— ¿Has llegado muy lejos por el norte? — preguntó Izya. Andrei quedó perplejo. No tenía la menor idea de que allí existiera el norte —. ¡Bueno, el norte! — siguió Izya, impaciente —. Se dice, por pura convención, que si estás debajo del sol, la dirección hacia la que se encuentran las ciénagas, los campos de cultivo, donde viven los granjeros, es el sur, y la dirección contraria, hacia lo profundo de la ciudad, es el norte. Nunca has ido más allá de los vertederos… Pero la ciudad se extiende mucho más lejos, hay edificios enormes, palacios enteros… — Soltó una risita —. Palacios y chozas. Por supuesto, ahora no vive nadie allí porque no hay agua, pero alguna vez hubo gente, y puedo decirte que fue hace mucho tiempo. Incluso he encontrado documentos en las casas vacías. ¿Has oído hablar de un rey llamado Veliario II? ¡Vaya! Pues reinó allí. Pero en la época en que reinaba allí, aquí — recalcó golpeando la mesa con la uña —, aquí sólo había ciénagas, en las que trabajaban siervos feudales o esclavos. Y eso ocurrió hace cien años por lo menos.

El tío Yura sacudió la cabeza y chasqueó la lengua.

— ¿Y más al norte, qué hay? — preguntó Fritz.

— No he llegado tan lejos — dijo Izya —. Pero conozco a gente que ha ido mucho mas allá, a cien o ciento cincuenta kilómetros, y algunos de ellos no regresaron nunca. — ¿Y qué hay allí?

— La ciudad. — Izya calló un instante —. La verdad es que cuentan unos bulos absurdos sobre esos lugares. Por eso yo sólo hablo de lo que pude averiguar personalmente. Cien años, eso es seguro. ¿Te das cuenta, Andrei, amigo mío? Cien años. En cien años se puede abandonar cualquier experimento.

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