— ¿Acaso aquí se diferencian? — se asombró Van —. En mi país son iguales. ¿Y cuáles son aquí los más caros?
— Los de catedrático — dijo Andrei al momento: no había podido contenerse.
— ¡Ah! — Van vació una vez más el recogedor en el bidón y asintió con la cabeza —: Está claro. Pero en las zonas rurales de mi país no había catedráticos, y por eso el precio era el mismo: cinco yuanes por cubo. Eso, en Sichuán. Pero en Tziansi, por ejemplo, los precios subían hasta siete yuanes, ocho incluso.
Finalmente, Andrei lo entendió. De repente, sintió ganas de preguntar si era verdad que un chino, cuando lo invitaban a comer en una casa, debía dejar sus excrementos en el huerto del anfitrión, pero le resultaba incómodo preguntar aquello.
— No sé cómo funciona eso allí ahora — prosiguió Van —. En los últimos tiempos yo no vivía ya en la aldea… ¿Y por qué aquí son más caros los de catedrático?
— Estaba bromeando — explicó Andrei, con aire culpable —. Aquí no se venden los excrementos.
— Se venden — intervino Donald —, Andrei, usted ni siquiera sabe eso.
— Pero usted sí está bien enterado — replicó éste, molesto.
Un mes atrás se habría enzarzado en una feroz disputa con Donald. Lo irritaba muchísimo el hecho de que el americano contaba a veces cosas sobre Rusia de las que él, Andrei, no tenía la menor noticia. En aquellos momentos estaba convencido de que Donald simplemente contaba embustes o repetía las charlatanerías difamatorias de los diarios de Hearst. «¡Váyase al infierno con esa porquería que publica Hearst!», decía, para concluir. Pero después apareció Izya Katzman, aquel aborto de la naturaleza, y Andrei dejó de discutir. Se limitaba a molestarse. Cómo demonios sabrían todas aquellas cosas. Y explicaba su impotencia por haber llegado aquí desde el año 1951, mientras que los otros dos provenían de 1967.
— Es usted un hombre feliz — dijo Donald de repente, se incorporó y caminó hacia los bidones que estaban junto a la cabina.
Andrei se encogió de hombros, y mientras intentaba librarse del sabor amargo que le había dejado aquella conversación, se puso los guantes de trabajo y se dedicó a recoger la hedionda basura para ayudar a Van.
«Pues no lo sé — pensó —. Vaya cosa, la mierda. ¿Y tú, qué sabes de integrales? ¿O, digamos, de la constante de Hubble? Toda persona desconoce muchas cosas…»
Van echaba en el bidón los últimos restos de basura cuando apareció en la entrada la elegante figura del agente de policía Kensi Ubukata.
— Por aquí, por favor — le dijo a alguien, hablando por encima del hombro, y se llevó dos dedos a la visera de la gorra para saludar a Andrei —. ¡Saludos, basureros!
De la niebla callejera salió una chica que se detuvo junto a Kensi, en el círculo de luz amarillenta. Era muy joven, de unos veinte años, no más, y de muy baja estatura; apenas llegaba al hombro del policía bajito. Vestía un jersey barato con un escote enorme, y una falda corta y ceñida. En el pálido rostro infantil sobresalían los labios, muy pintados. El cabello largo y claro le caía sobre los hombros.
— No se asuste — le dijo Kensi, sonriendo con cortesía —. Sólo son nuestros basureros. Cuando están sobrios son totalmente inofensivos… Van — llamó el policía —, ésta es Selma Nagel, una chica nueva. La orden es que se aloje en tu edificio, en el número dieciocho. ¿Está libre el dieciocho?
— Está libre. — Van se acercó a ellos mientras se quitaba los guantes de trabajo —. Hace mucho tiempo que está libre. Hola, Selma Nagel. Soy el conserje, me llamo Van. Si necesita algo, venga a verme, ésa es la puerta de mi oficina.
— Dame la llave — dijo Kensi, y se volvió hacia la chica —: Vamos, la acompaño.
— No es necesario — repuso ella, cansada —. Iré yo sola.
— Como quiera — dijo Kensi, y saludó de nuevo, llevándose la mano a la visera —. Aquí tiene su equipaje.
La chica tomó la maleta de manos del policía y la llave que le tendió Van, sacudió la cabeza y apartó el cabello que le caía sobre los ojos.
— ¿Qué portal? — preguntó.
— Siga recto — explicó Van —. Allí, bajo la ventana iluminada. Quinto piso. ¿Quiere comer algo? ¿Desea una taza de té?
— No, no quiero nada — dijo la chica, sacudió de nuevo el cabello y caminó directamente hacia Andrei, taconeando sobre el asfalto.
Él retrocedió para dejarla pasar. Cuando cruzó por delante, percibió un fuerte olor a perfume y algo más. Y la siguió con la vista mientras atravesaba el círculo de luz amarillenta. Su falda era muy corta, algo más larga que el jersey, y llevaba las blancas piernas desnudas. Cuando pasó de la luz a la oscuridad del patio, a Andrei le pareció que emitían luz. En la oscuridad se veía sólo su jersey blanco, así como las piernas blancas que se movían alternativamente.