Читаем La Torre de Wayreth полностью

Por lo visto, también había habido una puerta que cerraba la entrada, pero lo único que quedaba de ella eran las bisagras, oxidadas. Según Mari, de todos modos no se necesitaba una puerta para nada, porque El Trol Peludo nunca cerraba. Siempre estaba atestado, fuera de día o de noche.

El tufo a cerveza rancia, a vómito y a sudor de goblin recibió a Raistlin como una bofetada en cuanto cruzó el umbral. El hedor era malo, pero el estruendo resultaba ensordecedor. El bar estaba lleno de soldados. Los barriles vacíos de cerveza servían como mesas. Los clientes se agolpaban alrededor, de pie, o se sentaban en unos bancos vacilantes. No se veía la barra por ningún sitio. El propietario de la taberna, un medio ogro llamado Slouch, estaba sentado junto a un barril de cerveza, llenando las jarras y cogiendo las piezas de acero, que dejaba caer en una caja de hierro que tenía al lado. Slouch nunca hablaba y era raro verlo lejos de su caja de hierro. No prestaba ninguna atención a nada de lo que sucediera en el bar. A su lado podía estallar la más sangrienta de las peleas, que él ni siquiera levantaba la vista. Toda su atención se concentraba en la cerveza que vertía en las jarras y en las monedas de acero que pasaban a su cofre.

La norma era que el cliente pagaba su bebida por adelantado (Slouch no confiaba en sus clientes, y con razón) y después buscaba un sitio. También servían cerveza unos enanos gully, que se abrían camino entre las piernas de los parroquianos, esquivando patadas y sorteando puñetazos. Mari escoltó a Raistlin hasta un banco y le dijo que se sentara. Raistlin hizo como que no había visto la mugre y obedeció.

—¿Qué te gustaría beber? —preguntó la kender.

Raistlin miró los vasos sucios que pasaban de las manos inmundas de los gully a las manos mugrientas de los clientes y respondió que no tenía sed.

—¡Oye, Maelstrom! —voceo Mari. Su voz chillona se alzaba sobre los aullidos, los gruñidos y las carcajadas—. ¡Dile a Slouch que mi amigo Raist, aquí presente, quiere un especial!

Su grito iba dirigido a uno de los hombres más corpulentos y más feos que Raistlin había visto jamás. Maelstrom era alto y ancho de espaldas como un minotauro. Era muy moreno. Sus ojos negros apenas se veían bajo sus cejas espesas y oscuras, y sujetaba su melena larga y grasienta en una cola. Vestía completamente de piel: chaleco, pantalones y botas. Nadie lo había visto nunca vestir otra cosa: ni camisa, ni capa, e incluso en los días más gélidos del invierno iba a cuerpo gentil.

Maelstrom había clavado sus ojos negros en Raistlin en el mismo momento en que éste había entrado y, tras el grito de Mari, asintió con un gesto impreciso y dijo algo a Slouch. El medio ogro desplazó su gran mole y llenó dos jarras bajo la espita de una barrica. Maelstrom se dignó a acercarles las jarras en persona, avanzando sin problemas entre la muchedumbre. A su paso, daba codazos a los draconianos, empujones a los goblins y tales puntapiés a los enanos gully que los dejaba patas arriba. No apartó los ojos de Raistlin ni un solo segundo.

Maelstrom se sentó en un extremo del largo banco, que gimió bajo su peso descomunal. El otro extremo se levantó. Los pies de Raistlin se despegaron del suelo. El hombre plantó una jarra delante del hechicero y se quedó con la otra.

—Éste es mi amigo Raist —dijo Mari—. Aquel del que te hablé. Raist, te presento a Maelstrom.

—Raist —lo saludó Maelstrom, haciendo un gesto impreciso con la cabeza.

—Me llamo Raistlin.

—Raist —repitió Maelstrom, frunciendo el entrecejo—, bebe.

Raistlin reconoció el olor acre y áspero del aguardiente enano, y no pudo evitar acordarse de su hermano, al que tanto le gustaba aquel licor tan fuerte. Raistlin apartó la jarra de sí.

—Gracias, pero no.

Maelstrom se bebió su jarra de aguardiente de un solo trago, echando la cabeza hacia atrás. Pero no por eso dejó de mirar fijamente a Raistlin. Dejó la jarra en la mesa con un golpe sordo.

—He dicho «bebe, Raist». —Las dos espesas cejas del hombre se juntaron en una sola. Con una mirada maliciosa, se inclinó hacia Raistlin—. O a lo mejor como eres uno de esos hechiceros melindrosos que están por encima de todo, te crees demasiado bueno para beber con gentuza como yo y mi amiga.

—Qué va, Raist no piensa eso —intervino Mari—. ¿A que no, Raist? —Volvió a empujar la jarra de aguardiente enano hacia él.

Raistlin la cogió, la olió y echó un trago. El líquido abrasador le quemó la garganta, le cortó la respiración, le llenó los ojos de lágrimas y le provocó un ataque de tos. Mari, muy considerada, le ofreció su propio pañuelo, que de alguna forma había ido a parar al calcetín de la kender. Raistlin tosió más, consciente de que los ojos de Maelstrom no se despegaban de él, mientras Mari le daba golpecitos en la espalda.

Maelstrom propinó una patada a un gully que pasaba por allí y pidió otras dos jarras.

—Bebe, Raist. Viene otra de camino.

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