Salvat era un hombre extravagante y generoso, amante de las exquisiteces del mundo. Sólo pintaba de noche y, aunque no era bien parecido (el único parecido que tenía era con un oso), se le podía considerar un auténtico rompecorazones, dotado de un extraño poder de seducción que manejaba casi mejor que el pincel. Modelos que quitaban la respiración y señoras de la alta sociedad desfilaban por el estudio deseando posar para él y, según sospechaba Germán, algo más. Salvat sabía de vinos, de poetas, de ciudades legendarias y de técnicas de acrobacia amorosa importadas de Bombay. Había vivido intensamente sus cuarenta y siete años. Siempre decía que los seres humanos dejaban pasar la existencia como si fueran a vivir para siempre y que ésa era su perdición. Se reía de la vida y de la muerte, de lo divino y lo humano. Cocinaba mejor que los grandes "chefs" de la guía Michelin y comía por todos ellos.
Durante el tiempo que pasó a su lado, Salvat se convirtió en su maestro y su mejor amigo. Germán siempre supo que lo que había llegado a ser en su vida, como hombre y como pintor, se lo debía a Quim Salvat.
Salvat era uno de los pocos privilegiados que conocía el secreto de la luz. Decía que la luz era una bailarina caprichosa y sabedora de sus encantos. En sus manos, la luz se transformaba en líneas maravillosas que iluminaban el lienzo y abrían puertas en el alma. Al menos, eso explicaba el texto promocional de sus catálogos de exposición.
– Pintar es escribir con luz -afirmaba Salvat. Primero debes aprender su alfabeto; luego, su gramática. Sólo entonces podrás tener el estilo y la magia.
Fue Quim Salvat quien amplió su visión del mundo llevándole consigo en sus viajes. Así recorrieron París, Viena, Berlín, Roma…
Germán no tardó en comprender que Salvat era tan buen vendedor de su arte como pintor, quizá mejor. Aquélla era la clave de su éxito.
– De cada mil personas que adquieren un cuadro o una obra de arte, sólo una de ellas tiene una remota idea de lo que compra -le explicaba Salvat, sonriente. Los demás no compran la obra, compran al artista, lo que han oído y, casi siempre, lo que se imaginan acerca de él. Este negocio no es diferente a vender remedios de curandero o filtros de amor, Germán. La diferencia estriba en el precio.
El gran corazón de Quim Salvat se paró el diecisiete de julio de 1938. Algunos afirmaron que por culpa de los excesos. Germán siempre creyó que fueron los horrores de la guerra los que mataron la fe y las ganas de vivir de su mentor.
– Podría pintar mil años -murmuró Salvat en su lecho de muerte- y no cambiaría un ápice la barbarie, la ignorancia y la bestialidad de los hombres. La belleza es un soplo contra el viento de la realidad, Germán. Mi arte no tiene sentido. No sirve para nada…
La interminable lista de sus amantes, sus acreedores, amigos y colegas, las docenas de gentes a las que había ayudado sin pedir nada a cambio le lloraron en su entierro. Sabían que aquel día una luz se apagaba en el mundo y que, en adelante, todos estarían más solos, más vacíos.
Salvat le dejó una modestísima suma de dinero y su estudio. Le encargó que repartiese el resto (que no era mucho, porque Salvat gastaba más de lo que ganaba y antes de ganarlo) entre sus amadas y amigos. El notario que se hacía cargo del testamento entregó a Germán una carta que Salvat le había confiado al presentir que su final estaba próximo. Debía abrirla a su muerte.
Con lágrimas en los ojos y el alma hecha trizas, el joven vagó sin rumbo toda una noche por la ciudad. El alba le sorprendió en el rompeolas del puerto y fue allí, a las primeras luces del día, donde leyó las últimas palabras que Quim Salvat le había reservado.
Querido Germán: