— No me he traído una camisa de quita y pon — rezongó —. ¿A ti no te gusta esto?
— No. ¿Y a ti?
— Es que me han roto la camisa.
Ante mi mirada inquisitiva, añadió con una mueca simpática:
— Ese tipo sonriente, ¿sabes?
No dije nada más. Se puso sus viejos pantalones, que yo ya conocía del Prometeo, y bajamos. En la mesa sólo había tres cubiertos y el comedor estaba vacío.
— Seremos cuatro — indiqué al robot blanco.
— No, señor. El señor Marger se ha marchado. La señora, usted y el señor Staave estarán solos. ¿Puedo servir o hemos de esperar a la señora?
— Esperaremos — se apresuró a contestar Olaf.
Un hombre educado. La muchacha entraba en aquel momento. Llevaba el mismo vestido de la víspera y sus cabellos estaban un poco húmedos, como si acabara de salir del agua. Le presenté a Olaf, que se portó con gravedad y expresión solemne. Yo nunca he sabido expresar tal solemnidad. Iniciamos una conversación. Ella dijo que su marido tenía que marcharse tres días a la semana a causa de su trabajo, y que, a pesar del sol, el agua de la piscina no estaba tan caliente como debiera. Esta conversación no tardó en languidecer, y aunque hice los mayores esfuerzos, no pude encontrar otro tema. Me limité a comer, sentado frente a los otros dos. Observé que Olaf la miraba, pero sólo cuando yo hablaba y ella estaba pendiente de mí.
El rostro de Olaf era inexpresivo, como si todo el rato estuviera pensando en otra cosa.
Al final de la comida se acercó el robot blanco y dijo que el agua de la piscina sería calentada para la tarde, tal como deseaba la señora Marger. Esta le dio las gracias y se fue arriba. Olaf y yo nos quedamos solos. Me miró, y de nuevo enrojecí violentamente.
— Cómo es posible — comentó Olaf mientras se colocaba entre los labios el cigarrillo que yo le había ofrecido — que un tipo que fue capaz de meterse en aquel maloliente agujero de Kerenea, un viejo alazán como él…, ¡oh, no, no, no un alazán! sino más bien un rinoceronte de ciento cincuenta años, empiece de repente…
— Déjalo, por favor — gruñí —. Si quieres saberlo, volvería a bajar a aquel agujero, pero… — no terminé la frase.
— Muy bien, no diré nada más. Te doy mi palabra. Pero ¿sabes una cosa? puedo comprenderte. Y apostaría algo a que no sabes por qué…
Volvió la cabeza hacia la dirección por la que ella había desaparecido.
— ¿Por qué?
— ¿Lo sabes?
— No. Pero tú tampoco.
— Yo sí. ¿Te lo digo?
— Sí, pero sin vulgaridades.
— Estás completamente chiflado — se indignó Olaf —. El asunto está muy claro. Siempre has te nido este defecto: no ves lo que tienes delante de la nariz, sólo ves lo lejano, todas esas Cantoris, Korybasileas…
— No hagas teatro.
— Ya sé que es un estilo de estudiante, pero es que nuestro desarrollo se atascó cuando apretaron a nuestras espaldas aquellos seiscientos ochenta tornillos. ¿Lo sabías?
— Sí. Continúa.
— Es exactamente como una chica de nuestra época. No lleva esa porquería roja en la nariz y ningún plato en las orejas, y tampoco mechones luminosos en la cabeza. Además, no va dorada de arriba abajo. Una chica que también podrías encontrar en Ceberto o en Apprenous.
Recuerda bien a algunas muy parecidas. Esto es todo.
— Por todos los diablos — murmuré —, puede que sea cierto. Sí. Pero hay una diferencia.
— ¿Cuál?
— Ya te lo he dicho al principio. Entonces no me lo tomé tan a pecho. Si quieres que te diga la verdad, apenas me creía capaz de… Me tenía por un tipo frío y tranquilo.
— Ya, ya… Lástima que no te fotografié entonces, cuando saliste trepando de aquel agujero de Kerenea. Ahora no dirías eso del tipo frío. ¡Muchacho, si pensé…, oh!
— Olvídate del cucú de Kerenea y de todos sus agujeros — aconsejé —. Mira, Olaf, antes de venir aquí fui a ver a un médico. Se llama Juffon. Simpático. Tiene más de ochenta años, pero…
— Es nuestro sino — comentó Olaf, sereno. Expelió el humo, contempló una flor lila, que recordaba un jacinto desarrollado, y continuó-: Con esos ancianos es con quien nos encontramos mejor. Ancianos de barbas largas. Cuando pienso en ello, me salgo de mis casillas. ¿Sabes una cosa? Tendríamos que agenciarnos una gran cantidad de gallinas. Así podríamos torcerles el pescuezo.
— Para de decir tonterías. Pues bien, ese médico me dijo cosas muy sensatas. Que no tenemos… amigos de nuestra misma edad, y, naturalmente, no nos quedan familiares, por lo que sólo tenemos a las mujeres. Pero que ahora una mujer es mucho más difícil de encontrar que varias. Y tiene razón. Ya me he convencido de ello.
— Hal, sé que eres más inteligente que yo. Siempre has hecho cosas tan…, tan imposibles.
Cosas que debían de ser increíblemente difíciles, para que no pudieras conseguirlas así como así, sino tras inauditos esfuerzos. Nunca te gustó lo fácil. No me mires de ese modo. No me das miedo, ya lo sabes.
— Gracias a Dios. Sólo faltaría eso.