Me levanté.
— Da las gracias a Gimma por haber intercedido tanto por nosotros…
Thurber también se levantó. Nos medimos con la mirada durante un segundo. Era más bajo que yo, pero no se notaba. Su estatura no tenía la menor importancia. Su mirada era la serenidad misma.
— ¿Me concedes ahora la palabra o ya estoy condenado? — preguntó.
Gruñí algo incomprensible.
— Entonces, siéntate — dijo y, sin esperar, se desplomó pesadamente en su asiento —. Así que has hecho algo — empezó en un tono como si hasta ahora sólo hubiéramos hablado del tiempo —.
Has leído, le has creído, y ahora te sientes traicionado y buscas a los culpables. Si esto fuera lo principal para ti, yo estaría dispuesto a cargar con la culpa. Pero no se trata de esto. ¿Starck te ha convencido… tras estos diez años? Bregg, yo ya sabía que eras un exaltado, pero nunca supuse que fueras tonto.
Se calló unos momentos. Y yo — cosa rara — sentí un gran alivio, y como un presagio de salvación. No tuve tiempo de pensar en mí mismo, pues él prosiguió:
— ¿Un contacto entre civilizaciones galácticas? ¿Quién te habló de ello? Ninguno de nosotros y ninguno de los clásicos, ni Merquier, ni Simoniadi, ni Rag Ngamieli, nadie; ninguna expedición contaba con este contacto, por lo cual toda esa charla sobre arqueólogos que dan vueltas por el espacio, y sobre ese correo eternamente retrasado de las galaxias, no es más que una refutación de tesis que nadie ha formulado. ¿Qué se puede obtener, pues, de las estrellas? ¿Y qué utilidad tuvo la expedición de Amundsen? ¿Y la de Andree? La única utilidad concreta resultó ser… una posibilidad probada. Probar que puede hacerse algo como esto. Dicho con más exactitud: que se trata de lo más difícil que se puede realizar en un momento determinado. No sé si nosotros lo conseguimos, Bregg. En realidad no lo sé. Pero estuvimos allí.
Guardé silencio. Thurber ya no me miraba. Con los puños agarraba el borde de la mesa.
— ¿Qué te ha demostrado Starck? ¿La inutilidad de la cosmodromía? ¡Como si no lo supiéramos nosotros mismos! ¿Y los polos? ¿Qué había en los polos? Los hombres que los conquistaron sabían muy bien que allí no había nada. ¿Y la Luna? ¿Qué buscaba el grupo de Ross en el cráter Erastrótenes? ¿Brillantes? ¿Y por qué Bant y Yegorin han atravesado el centro del disco de Mercurio? ¿Para adquirir un buen bronceado? ¿Y Keilen y Offshag? Lo único que sabían cuando volaron a la fría nube de Cerbero era que allí se puede perder la vida.
¿Has entendido lo que Starck dice realmente? El hombre ha de comer, beber y vestirse; todo lo demás es una locura. Todos tenemos nuestro propio Starck, Bregg. Cada era lo ha tenido.
¿Para qué os envió Gimma a ti y a Arder? Para que recogierais muestras con el succionador Corona. Pero ¿quién envió a Gimma? La ciencia. Qué profesional suena esto, ¿verdad? El conocimiento de las estrellas.
«Bregg, ¿crees que no hubiéramos volado, de no existir las estrellas? Yo creo que sí.
Habríamos querido conocer el espacio, para justificar el todo de alguna manera. Geónidas o cualquier otro nos diría qué mediciones y descubrimientos valiosos se pueden hacer por el camino. No me interpretes mal. No estoy afirmando que las estrellas sean solamente un pretexto… El polo tampoco lo fue; Nansen y Andree lo necesitaban… El Everest fue más necesario para Irving y Mallory que el aire mismo. ¿Dices que os daba órdenes… en nombre de la ciencia? Tú sabes bien que no es cierto. Has querido poner a prueba mi memoria. ¿Y si ahora pongo yo a prueba la tuya? ¿Te acuerdas del planetoide de Thomas? Me estremecí.
— Entonces nos mentiste. Volaste allí por segunda vez sabiendo que ya no vivía. ¿Es verdad o no? Guardé silencio.
— Me lo imaginé ya entonces. No hablé de ello con Gimma, pero supongo que él también lo sabía. ¿Por qué volviste, Bregg? Aquello no era Arturo ni Kerenea, y no había nadie a quien salvar. ¿Por qué, pues, volaste allí una vez más?
Callé. Thurber sonrió imperceptiblemente.
— ¿Sabes en qué consistió nuestra mala suerte, Bregg? En que tuvimos éxito y ahora estamos aquí. El hombre vuelve siempre con las manos vacías…
Enmudeció. Su sonrisa se convirtió en una mueca, casi ausente. Durante un rato su respiración fue ruidosa, mientras seguía apretando con los puños el borde de la mesa. Le miré como si le viera por primera vez, y entonces pensé: «Ya es viejo.» Este descubrimiento fue un golpe para mí. Nunca había pensado nada semejante respecto a él, le había considerado siempre sin edad…, — Thurber — dije en voz baja —, escucha…, todo esto es un responso. Sobre la tumba de esos…, esos insaciables. Ya no existen, ni volverán a existir. Así que, a pesar de todo, Starck tiene razón…
Enseñó las puntas de sus dientes planos y amarillentos, pero no fue una sonrisa.
— Bregg, dame tu palabra de honor de que no repetirás a nadie lo que ahora voy a decirte.
Titubeé.
— A nadie — repitió con énfasis.
— Está bien.
Se levantó, fue al rincón, cogió un rollo de papel y volvió a la mesa.