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Zulú

Tras una infancia traumática en la que asistió al asesinato de su padre y de su hermano por el mero hecho de ser negros en la Sudáfrica del apartheid, Ali Neuman ha conseguido superar todos los obstáculos hasta convertirse en jefe del Departamento de Policía Criminal de Ciudad del Cabo. Pero si la segregación racial ha desaparecido, se impone otro tipo de apartheid, basado en la miseria, la violencia indiscriminada y el contagio del Sida a gran escala. Tras la aparición del cuerpo sin vida de Nicole Wiese, hija de un famoso jugador de rugby local, Ali Neuman deberá introducirse en el mundo de las bandas mafiosas dedicadas al tráfico de drogas.

Caryl Férey

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Caryl Férey


Zulú

Traducción: Isabel González-Gallarza

Sé como una brizna de hierba,

Y serás más grande que el eje del universo…

ATTILA JÓZSEF

A mi amigo Fred Couderc

cuyas alas de gigante me enseñaron a volar,

y a su mujer, Laurence,

planeador inquieto.

«Zone Libre»

por el sonido, a volumen brutal.


PRIMERA PARTE

LA MANO CALIENTE

1

– ¿Tienes miedo, hombrecito?… Dime: ¿tienes miedo?

Ali no contestó. Demasiadas culebras en la boca.

– ¿Ves lo que pasa, pequeño zulú? ¡¿Lo ves?!

No, no veía nada. Lo agarraron del pelo y lo llevaron hasta el árbol del jardín para obligarlo a mirar. Ali, obstinado, hundía la cabeza entre los hombros. Las palabras del gigante del pasamontañas le mordían la nuca. No quería alzar la mirada. Ni gritar. El ruido de las antorchas crepitaba en sus oídos. El hombre apretó con más fuerza su mano encallecida sobre su cabeza.

– ¿Lo ves, pequeño zulú?

El cuerpo colgaba balanceándose blandamente de la rama del jacarandá. El torso relucía apenas a la luz de la luna, pero Ali no reconocía el rostro: ese hombre colgado de los pies, esa sonrisa sangrienta por encima de él no era su padre. No, no era él.

No del todo.

Ya no.

Volvió a restallar el sjambock [1].

Estaban todos allí, reunidos para el reparto del botín, los «Judías verdes», las milicias adiestradas para mantener el orden en los townships [2], esos negros a sueldo de los alcaldes comprados por el poder, los señores de la guerra, y también los otros, los que violaban los boicots y a los que les habían cortado las orejas: Ali quiso suplicarles, decirles que no servía de nada, que se equivocaban, pero no le salían las palabras. El gigante no lo soltaba:

– ¡Mira, niño: mira!

Le apestaba el aliento a cerveza y a la miseria del bantustán [3]: volvió a golpear, dos veces, latigazos que desgarraban la piel de su padre, pero el hombre colgado del árbol ya no reaccionaba. Había perdido demasiada sangre. La piel se le había levantado por todas partes. Estaba irreconocible. La realidad se había resquebrajado. Ali, ingrávido, miraba fijamente hacia el lado contrario: no era su padre eso que colgaba del árbol… No.

Le giraron la cabeza como una tuerca para obligarlo a mirar, antes de arrojarlo de bruces contra el suelo. Ali cayó sobre el césped seco. No reconocía a los hombres que lo rodeaban, los gigantes llevaban medias en la cara o pasamontañas, sólo veía la rabia reflejada en sus miradas, sus capilares reventados como ríos de sangre. Escondió la cabeza entre las manos para enterrarse en ellas y ocultarse, para acurrucarse y volver a ser líquido amniótico… A dos pasos de allí, Andy flaqueaba a ojos vista. Todavía vestía el pantalón corto rojo que le servía de pijama, y que ahora estaba empapado de orina, y sus rodillas se entrechocaban. Le habían atado las manos a la espalda y le habían puesto un neumático al cuello. Los ogros lo empujaban, le escupían a la cara, increpándose unos a otros, a ver quién encontraba la frase adecuada, la mejor justificación para la matanza. Andy los miraba, con los ojos fuera de las órbitas.

Ali nunca había visto a su hermano flaquear: Andy tenía quince años, era el mayor. Por supuesto, se peleaban con frecuencia, para desesperación de su madre, pero Ali era decididamente demasiado pequeño para defenderse. Preferían ir de pesca y jugar con los coches de alambre que hacían ellos mismos. Peugeot, Mercedes, Ford, Andy era un experto. Hasta se había fabricado un Jaguar, que habían visto en una revista, un coche inglés que les hacía soñar. Ahora sus rodillas huesudas y torcidas tiritaban a la luz de las antorchas; el jardín al que lo habían arrastrado apestaba a gasolina, y los gigantes se peleaban entre los bidones. Más lejos había gente gritando en la calle, los Amagoduka que venían del campo y no entendían lo que les hacían a sus vecinos: la tortura del collar.

Andy lloraba, lágrimas negras sobre su piel de ébano, con su pantalón corto rojo empapado de miedo… Ali vio a su hermano tambalearse cuando arrojaron la cerilla al neumático cubierto de gasolina.

– ¡¿Ves lo que pasa, hombrecito?! ¡¿Lo ves?!

Un grito, el chorro de petróleo sobre sus mejillas, la silueta dislocada de su hermano que se disolvía, fundiéndose como un soldadito de goma, y ese espantoso olor a quemado…


Los pájaros describían diagonales imposibles entre los ángulos del acantilado; se lanzaban en picado hacia el océano, inventaban suicidios y regresaban batiendo las alas…

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