Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

– Sí, excelencia, lo hice -respondió el joven actor. Yanagisawa lo miró, boquiabierto. La dama Keisho-in y Ryuko murmuraron excitados; el sogún asintió.

– Excelencia -dijo Sano-, creo que la presente compañía está intimidando a Shichisaburo. Nos resultará más fácil obtener la verdad si hablamos con él a solas vos y yo.

– ¡No! -El grito de Shichisaburo resonó por la sala. Después bajó la voz-. Estoy bien. Y estoy… estoy diciendo la verdad.

La confusión había dejado sin habla al chambelán Yanagisawa. ¿Estaba loco el actor, o es que simplemente era estúpido?

– ¿Te das cuenta de que estás admitiendo que, ah, trataste de incriminar a mi madre en un asesinato? -le preguntó el sogún a Shichisaburo-. ¿Entiendes que eso es traición?

Presa de visibles temblores, el chico susurró:

– Sí, excelencia. Soy un traidor.

Tokugawa Tsunayoshi suspiró.

– Entonces debo condenarte a muerte.

Cuando los guardias encadenaron de pies y manos a Shichisaburo para llevarlo ante el verdugo, Tokugawa Tsunayoshi apartó la vista de tan desagradable espectáculo. La dama Keisho-in rompió a llorar. Con una mirada fulminante a Yanagisawa, Ryuko la consolaba. La cara de Sano reflejaba desánimo y resignación. El chambelán Yanagisawa esperaba que el actor implorase por su vida, que incriminase a su señor en un intento de salvarse, que protestara por su traición. Pero Shichisaburo aceptaba pasivamente su suerte. Cuando los soldados se lo llevaban hacia la puerta, se volvió hacia Yanagisawa.

– Haría cualquier cosa por vos. -Aunque su tez estaba blanca como el hielo, en sus ojos oscuros ardía el amor; hablaba con júbilo y reverencia-. Ahora tendré el privilegio de morir por vos.

Luego desapareció. La puerta se cerró tras él con un portazo.

– Bueno -dijo Tokugawa Tsunayoshi-, me alegro de haber arreglado este, ah, malentendido y de que hayamos resuelto este asunto tan desagradable. Sosakan-sama, haz un hueco. Ven a sentarte conmigo, Yanagisawa-san.

Pero el chambelán, todavía aturdido por lo que acababa de suceder, seguía con la vista puesta donde antes estuviera Shichisaburo. Por él, el actor había aceptado de buen grado el sacrificio definitivo. En lugar de alivio, el chambelán experimentaba una agónica arremetida de consternación, arrepentimiento y horror. Se daba cuenta de que acababa de destruir a la única persona en el mundo a la que de verdad importaba. Demasiado tarde, percibió el valor del amor de Shichisaburo, y el vacío desolado que dejaba atrás.

«¡Vuelve!», quería gritar.

Mas, aunque sopesó la idea de admitir que había sido él, y no el actor, el instigador del complot, sabía que no iba a hacerlo. El egoísmo prevalecía sobre su capacidad para hacer lo correcto… y para el amor. En ese momento vio el atroz defecto de su carácter. Era tan despreciable como aseguraban sus padres. A ciencia cierta, ése era el motivo por el que lo habían privado de afecto.

– ¿Yanagisawa-san? -La voz de fastidio del sogún penetró en su sufrimiento-. Te he dicho que vengas aquí.

Yanagisawa obedeció. El abismo ululante de su interior le erosionaba el alma y se hacía cada vez más profundo y oscuro; nunca se llenaría. Ante él se extendía una vida poblada de esclavos y sicofantes, aliados y enemigos políticos, superiores y rivales. Pero no había nadie que fuera a nutrir su corazón famélico o sanar las heridas de su espíritu. Incapaz de querer y de ser querido, estaba condenado.

– Pareces enfermo -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Sucede algo?

Sentados frente a Yanagisawa, en un trío hostil, estaban el sosakan Sano, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko. Tenía claro que sabían la verdad sobre Shichisaburo y su papel en la trama. No pretendían dejarle que se saliera con la suya después de haberlos atacado. La batalla había terminado, pero la guerra seguía… con sus rivales unidos contra él.

– Todo va bien -dijo el chambelán Yanagisawa.


Hirata atravesaba el jardín del castillo de Edo, donde había conminado a la dama Ichiteru a encontrarse con él. Un manto de nubes opacas cubría el cielo, y el sol era un difuso resplandor blanco sobre los tejados de palacio. En lo alto graznaban los cuervos. La escarcha había ajado los macizos de hierbas, aunque sus intensos aromas pervivían. Los jardineros barrían los senderos; en una alargada cabaña, el farmacéutico del castillo y sus ayudantes preparaban remedios. Las camareras de la dama Ichiteru esperaban en la puerta. Aquella vez Hirata había preparado a conciencia las circunstancias para impedir la seducción, a la vez que había logrado la suficiente intimidad para la que pretendía que fuera su última conversación.

Encontró a Ichiteru sola junto a un estanque donde el loto florecía en verano. De espaldas a él, contemplaba la enmarañada mata de follaje. Llevaba una capa gris; un velo negro cubría su pelo. Por el modo en que envaró su espalda, Hirata sabía que estaba al tanto de su presencia, pero no se volvió. Mejor: podría decir lo que pensaba sin caer en sus redes.

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