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El Tatuaje De La Concubina

A punto de entregarse a los placeres y las comodidades de un matrimonio concertado con la joven y bella Reiko, Sano Ichiro es reclamado en el palacio imperial para descubrir al asesino de Harume, la concubina favorita del sogún, que ha sido envenenada mientras se hacía un tatuaje amoroso. Con la experiencia de sus veinte años de sosakan-sama -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas-, Sano debe penetrar en el hermético y prohibido mundo de las mujeres del sogún para intentar desenmarañar la compleja trama de amantes y rivales de Harume, que se mueven como pez en el agua entre las intrigas y maquinaciones políticas del Japón feudal. Y como si la investigación no fuera de por sí complicada, Sano descubre con horror que su flamante esposa, supuestamente dulce y sumisa, es en realidad una aspirante a detective preclara y obstinada, con sorprendentes habilidades guerreras. Empeñada en ayudar a su marido, las chispas que surgen entre ambos hacen de su floreciente amor algo tan emocionante como el misterio que rodea la muerte de Harume.

Laura Joh Rowland

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Laura Joh Rowland


El Tatuaje De La Concubina

Título original: The Concubine'.s Tatoo

Traducción: Gabriel Dols Gallardo

para Pamela Gray Ahearn, con gratitud


Edo

Período Genroku,

año 3, mes 9

(Tokio, octubre de 1690)

1

– Es para mí un honor dar comienzo a esta ceremonia, por la cual el sosakan Sano Ichiro y la dama Ueda Reiko se unirán en matrimonio ante los dioses -anunció con solemnidad a los presentes en la sala de audiencias privadas del castillo de Edo el rechoncho y miope ex superior de Sano, Noguchi Motoori, que había actuado de mediador para el enlace.

En aquella agradable mañana de otoño, las puertas correderas de la sala permanecían abiertas al esplendor escarlata de las hojas de arce y a un radiante cielo azul. Dos sacerdotes de vestiduras blancas y altos tocados negros presidían la sala arrodillados frente a la hornacina, de la que pendía un pergamino con los nombres de los kami

, las deidades sintoístas. Bajo éste y sobre una tarima, reposaban las tradicionales ofrendas, redondos pastelillos de arroz y una vasija de barro con sake consagrado. Cerca de los sacerdotes había dos doncellas que llevaban las capas con capucha propias de los acólitos de los santuarios sintoístas. En el tatami situado a la izquierda de la hornacina, esperaban de rodillas el padre y los más allegados de la novia: el majestuoso y corpulento magistrado Ueda y unos pocos parientes y amigos. A la derecha, la comitiva del novio estaba formada por su anciana y frágil madre; por el sogún Tokugawa Tsunayoshi, supremo dictador militar de Japón, ataviado con ropajes de brocado y el cilíndrico tocado negro propio de su posición, acompañado de algunos altos funcionarios; y por Hirata, el vasallo mayor de Sano. Todas las miradas estaban puestas en el centro de la sala, el principal escenario de la ceremonia.

Sano y Reiko estaban rodilla con rodilla frente a dos mesitas. El lucía negras vestiduras ceremoniales estampadas con una dorada grulla, con las alas desplegadas, divisa de su familia; de la cintura pendían sus dos espadas. Ella llevaba un quimono de seda blanca y un largo velo blanco del mismo tejido que cubría por completo su rostro y su pelo. Delante de ellos había un plato llano de porcelana que contenía un pino y un ciruelo en miniatura; un haz de bambú y las estatuas de una liebre y una grulla: símbolos de longevidad, flexibilidad y fidelidad. Tras ellos, arrodillados frente a la mesa reservada para el mediador, estaban Noguchi y su esposa. Cuando los sacerdotes se levantaron e hicieron una reverencia frente al altar, el corazón de Sano se desbocó. Su estoica dignidad ocultaba un torbellino de emociones.

Los últimos dos años no le habían traído más que complicaciones: la muerte de su amado padre; el traslado desde la humilde residencia familiar, en el barrio mercantil de Nihonbashi, al castillo de Edo, sede del poder en Japón; y un aumento vertiginoso de posición, con todos los retos que ello comportaba. A veces temía que su mente y su cuerpo fueran incapaces de soportar aquella inclemente avalancha de cambios. Ahora estaba a punto de casarse con una muchacha de veinte años a la que sólo había visto en una ocasión, hacía más de un año, en la reunión formal celebrada entre las dos familias. Su linaje era impecable y su padre, uno de los hombres más ricos y poderosos de Edo; pero jamás habían conversado y no sabía nada de su carácter. Apenas recordaba su apariencia, y no podría verle la cara hasta el final de la ceremonia. De repente, a Sano la tradición del matrimonio concertado le parecía una completa locura: una unión entre desconocidos potencialmente catastrófica. ¿Qué peligroso vuelco había dado su destino? ¿Era demasiado tarde para escapar?


Desde su minúsculo dormitorio situado en las dependencias de las mujeres del castillo de Edo, la más reciente de las concubinas del sogún oyó pasos apresurados, portazos y estridentes voces femeninas. Los vestidores debían de estar llenos de opulentos quimonos de seda y polvos para la cara esparcidos por el suelo, en el apresuramiento de las sirvientas por acabar de vestir a las doscientas concubinas y sus doncellas para el banquete de bodas del sosakan-sama. Pero Harume, agobiada por la asfixiante presencia de tantas mujeres tras apenas ocho meses en el castillo, había decidido no ir a la celebración. La intimidad era algo casi desconocido en los abarrotados aposentos, pero sus compañeras de habitación se habían ido, y el personal del palacio andaba ocupado. Aquel día la madre del sogún, a quien Harume servía, no había reclamado su presencia. Nadie iba a echarla de menos, o eso esperaba, porque Harume pensaba aprovechar al máximo aquel extraño momento de soledad.

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