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A la mañana siguiente, cuando Harry fue a tomar el desayuno, un olor horrible inundaba toda la cocina. Parecía proceder de un gran cubo de metal que estaba en el fregadero. Se acercó a mirar. El cubo estaba lleno de lo que parecían trapos sucios flotando en agua gris.

—¿Qué es eso? —preguntó a tía Petunia. La mujer frunció los labios, como hacía siempre que Harry se atrevía a preguntar algo.

—Tu nuevo uniforme del colegio —dijo.

Harry volvió a mirar en el recipiente.

—Oh —comentó—. No sabía que tenía que estar mojado.

—No seas estúpido —dijo con ira tía Petunia—. Estoy tiñendo de gris algunas cosas viejas de Dudley. Cuando termine, quedará igual que los de los demás.

Harry tenía serias dudas de que fuera así, pero pensó que era mejor no discutir. Se sentó a la mesa y trató de no imaginarse el aspecto que tendría en su primer día de la escuela secundaria Stonewall. Seguramente parecería que llevaba puestos pedazos de piel de un elefante viejo.

Dudley y tío Vernon entraron, los dos frunciendo la nariz a causa del olor del nuevo uniforme de Harry. Tío Vernon abrió, como siempre, su periódico y Dudley golpeó la mesa con su bastón del colegio, que llevaba a todas partes.

Todos oyeron el ruido en el buzón y las cartas que caían sobre el felpudo.

—Trae la correspondencia, Dudley —dijo tío Vernon, detrás de su periódico.

—Que vaya Harry

—Trae las cartas, Harry.

—Que lo haga Dudley.

—Pégale con tu bastón, Dudley.

Harry esquivó el golpe y fue a buscar la correspondencia. Había tres cartas en el felpudo: una postal de Marge, la hermana de tío Vernon, que estaba de vacaciones en la isla de Wight; un sobre color marrón, que parecía una factura, y una carta para Harry.

Harry la recogió y la miró fijamente, con el corazón vibrando como una gigantesca banda elástica. Nadie, nunca, en toda su vida, le había escrito a él. ¿Quién podía ser? No tenía amigos ni otros parientes. Ni siquiera era socio de la biblioteca, así que nunca había recibido notas que le reclamaran la devolución de libros. Sin embargo, allí estaba, una carta dirigida a él de una manera tan clara que no había equivocación posible.


Señor H. Potter

Alacena Debajo de la Escalera

Privet Drive, 4

Little Whinging

Surrey


El sobre era grueso y pesado, hecho de pergamino amarillento, y la dirección estaba escrita con tinta verde esmeralda. No tenía sello.

Con las manos temblorosas, Harry le dio la vuelta al sobre y vio un sello de lacre púrpura con un escudo de armas: un león, un águila, un tejón y una serpiente, que rodeaban una gran letra H.

—¡Date prisa, chico! —exclamó tío Vernon desde la cocina—. ¿Qué estás haciendo, comprobando si hay cartas-bomba? —Se rió de su propio chiste.

Harry volvió a la cocina, todavía contemplando su carta. Entregó a tío Vernon la postal y la factura, se sentó y lentamente comenzó a abrir el sobre amarillo.

Tío Vernon rompió el sobre de la factura, resopló disgustado y echó una mirada a la postal.

—Marge está enferma —informó a tía Petunia—. Al parecer comió algo en mal estado.

—¡Papá! —dijo de pronto Dudley—. ¡Papá, Harry ha recibido algo!

Harry estaba a punto de desdoblar su carta, que estaba escrita en el mismo pergamino que el sobre, cuando tío Vernon se la arrancó de la mano.

—¡Es mía! —dijo Harry; tratando de recuperarla.

—¿Quién te va a escribir a ti? —dijo con tono despectivo tío Vernon, abriendo la carta con una mano y echándole una mirada. Su rostro pasó del rojo al verde con la misma velocidad que las luces del semáforo. Y no se detuvo ahí. En segundos adquirió el blanco grisáceo de un plato de avena cocida reseca.

—¡Pe... Pe... Petunia! —bufó.

Dudley trató de coger la carta para leerla, pero tío Vernon la mantenía muy alta, fuera de su alcance. Tía Petunia la cogió con curiosidad y leyó la primera línea. Durante un momento pareció que iba a desmayarse. Se apretó la garganta y dejó escapar un gemido.

—¡Vernon! ¡Oh, Dios mío... Vernon!

Se miraron como si hubieran olvidado que Harry y Dudley todavía estaban allí.

Dudley no estaba acostumbrado a que no le hicieran caso. Golpeó a su padre en la cabeza con el bastón de Smelting.

—Quiero leer esa carta —dijo a gritos.

—Yo soy quien quiere leerla —dijo Harry con rabia—. Es mía.

—Fuera de aquí, los dos —graznó tío Vernon, metiendo la carta en el sobre.

Harry no se movió.

—¡QUIERO MI CARTA! —gritó.

—¡Déjame verla! —exigió Dudley

—¡FUERA! —gritó tío Vernon y, cogiendo a Harry y a Dudley por el cogote, los arrojó al recibidor y cerró la puerta de la cocina. Harry y Dudley iniciaron una lucha, furiosa pero callada, para ver quién espiaba por el ojo de la cerradura. Ganó Dudley, así que Harry, con las gafas colgando de una oreja, se tiró al suelo para escuchar por la rendija que había entre la puerta y el suelo.

—Vernon —decía tía Petunia, con voz temblorosa—, mira el sobre. ¿Cómo es posible que sepan dónde duerme él? No estarán vigilando la casa, ¿verdad?

—Vigilando, espiando... Hasta pueden estar siguiéndonos —murmuró tío Vernon, agitado.

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