—Bueno, dicen que este año habrá mucha más seguridad —contestó Harry.
Entre ellos, la pluma recorría el pergamino a tal velocidad que parecía que estuviera patinando.
—Desde luego, tú te has enfrentado en otras ocasiones a la muerte, ¿no?
—prosiguió Rita Skeeter, mirándolo atentamente—. ¿Cómo dirías que te ha afectado?
—Eh...
—¿Piensas que el trauma de tu pasado puede haberte empujado a probarte a ti mismo, a intentar estar a la altura de tu nombre? ¿Crees que tal vez te sentiste tentado de presentarte al Torneo de los tres magos porque...?
—Yo no me presenté —la cortó Harry, empezando a enfadarse.
—¿Recuerdas algo de tus padres?
—No.
—¿Cómo crees que se sentirían ellos si supieran que vas a competir en el Torneo de los tres magos? ¿Orgullosos?, ¿preocupados?, ¿enfadados?
Harry estaba ya realmente enojado. ¿Cómo demonios iba a saber lo que sentirían sus padres si estuvieran vivos? Podía notar la atenta mirada de Rita Skeeter. Frunciendo el entrecejo, evitó sus ojos y miró las palabras que acababa de escribir la pluma.
—¡Yo no tengo lágrimas en los ojos! —dijo casi gritando.
Antes de que Rita pudiera responder una palabra, la puerta del armario de la limpieza volvió a abrirse. Harry miró hacia fuera, parpadeando ante la brillante luz.
Albus Dumbledore estaba ante ellos, observándolos a ambos, allí, apretujados en el armario.
—¡Dumbledore! —exclamó Rita Skeeter, aparentemente encantada.
Pero Harry se dio cuenta de que la pluma y el pergamino habían desaparecido de repente de la caja de quitamanchas mágico, y los dedos como garras de Rita se apresuraban a cerrar el bolso de piel de cocodrilo.
—¿Cómo estás? —saludó ella, levantándose y tendiéndole a Dumbledore una mano grande y varonil—. Supongo que verías mi artículo del verano sobre el Congreso de la Confederación Internacional de Magos, ¿no?
—Francamente repugnante —contestó Dumbledore, echando chispas por los ojos—. Disfruté en especial la descripción que hiciste de mi como un imbécil obsoleto.
Rita Skeeter no pareció avergonzarse lo más mínimo.
—Sólo me refería a que algunas de tus ideas son un poco anticuadas, Dumbledore, y que muchos magos de la calle...
—Me encantaría oír los razonamientos que justifican tus modales, Rita —la interrumpió Dumbledore, con una cortés inclinación y una sonrisa—, pero me temo que tendremos que dejarlo para más tarde. Está a punto de empezar la comprobación de las varitas, y no puede tener lugar si uno de los campeones está escondido en un armario de la limpieza.
Muy contento de librarse de Rita Skeeter, Harry se apresuró a volver al aula. Los otros campeones ya estaban sentados en sillas cerca de la puerta, y él se sentó rápidamente al lado de Cedric y observó la mesa cubierta de terciopelo, donde ya se encontraban reunidos cuatro de los cinco miembros del tribunal: el profesor Karkarov, Madame Maxime, el señor Crouch y Ludo Bagman. Rita Skeeter tomó asiento en un rincón. Harry vio que volvía a sacar el pergamino del bolso, lo extendía sobre la rodilla, chupaba la punta de la pluma a vuelapluma y la depositaba sobre el pergamino.
—Permitidme que os presente al señor Ollivander —dijo Dumbledore, ocupando su sitio en la mesa del tribunal y dirigiéndose a los campeones—. Se encargará de comprobar vuestras varitas para asegurarse de que se hallan en buenas condiciones antes del Torneo.
Harry miró hacia donde señalaba Dumbledore, y dio un respingo de sorpresa al ver al anciano mago de grandes ojos claros que aguardaba en silencio al lado de la ventana.
Ya conocía al señor Ollivander. Se trataba de un fabricante de varitas mágicas al que hacía más de tres años, en el callejón Diagon, le había comprado la varita que aún poseía.
—Mademoiselle Delacour, ¿le importaría a usted venir en primer lugar? —dijo el señor Ollivander, avanzando hacia el espacio vacío que había en medio del aula.
Fleur Delacour fue a su encuentro y le entregó su varita.
Como si fuera una batuta, el anciano mago la hizo girar entre sus largos dedos, y de ella brotaron unas chispas de color oro y rosa. Luego se la acercó a los ojos y la examinó detenidamente.
—Sí —murmuró—, veinticinco centímetros... rígida... palisandro... y contiene...
¡Dios mío!...
—Un pelo de la cabeza de una veela —dijo Fleur—, una de mis abuelas.
De forma que Fleur tenía realmente algo de veela, se dijo Harry, pensando que debía contárselo a Ron... Luego recordó que no se hablaba con él.
—Sí —confirmó el señor Ollivander—, sí. Nunca he usado pelo de veela. Me parece que da como resultado unas varitas muy temperamentales. Pero a cada uno la suya, y si ésta le viene bien a usted...
Pasó los dedos por la varita, según parecía en busca de golpes o arañazos. Luego murmuró: