—No pretendía acusarte, muchacho. Desde el primer momento le he estado diciendo a Dumbledore que él puede jugar todo lo limpiamente que quiera, pero que ni Karkarov ni Maxime harán lo mismo. Les habrán contado a sus campeones todo lo que hayan podido averiguar. Quieren ganar, quieren derrotar a Dumbledore. Les gustaría demostrar que no es más que un hombre.
Moody repitió su risa estridente, y su ojo mágico giró tan aprisa que Harry se mareó de sólo mirarlo.
—Bien... ¿tienes ya alguna idea de cómo burlar al dragón? —le preguntó Moody.
—No.
—Bueno, yo no te voy a decir cómo hacerlo —declaró Moody—. No quiero tener favoritismos. Sólo te daré unos consejos generales. Y el primero es: aprovecha tu punto fuerte.
—No tengo ninguno —contestó Harry casi sin pensarlo.
—Perdona —gruñó Moody—. Si digo que tienes un punto fuerte, es que lo tienes.
Piensa, ¿qué se te da mejor?
—El quidditch —repuso con desánimo—, y para lo que me sirve...
—Bien —dijo Moody, mirándolo intensamente con su ojo mágico, que en aquel momento estaba quieto—. Me han dicho que vuelas estupendamente.
—Sí, pero... —Harry lo miró—, no puedo llevar escoba; sólo tendré una varita...
—Mi segundo consejo general —lo interrumpió Moody— es que emplees un encantamiento sencillo para conseguir lo que necesitas.
Harry lo miró sin comprender. ¿Qué era lo que necesitaba?
—Vamos, muchacho... —susurró Moody—. Conecta ideas... No es tan dificil.
Y eso hizo. Lo que mejor se le daba era volar. Tenía que esquivar al dragón por el aire. Para eso necesitaba su Saeta de Fuego. Y para hacerse con su Saeta de Fuego necesitaba...
—Hermione —susurró Harry diez minutos más tarde, al llegar al Invernadero 3 y después de presentarle apresuradas excusas a la profesora Sprout—, me tienes que ayudar.
—¿Y qué he estado haciendo, Harry? —le contestó también en un susurro, mirando con preocupación por encima del arbusto nervioso que estaba podando.
—Hermione, tengo que aprender a hacer bien el encantamiento convocador antes de mañana por la tarde.
Practicaron. En vez de ir a comer, buscaron un aula libre en la que Harry puso todo su empeño en atraer objetos. Seguía costándole trabajo: a mitad del recorrido, los libros y las plumas perdían fuerza y terminaban cayendo al suelo como piedras.
—Concéntrate, Harry, concéntrate...
—¿Y qué crees que estoy haciendo? —contestó él de malas pulgas—. Pero, por alguna razón, se me aparece de repente en la cabeza un dragón enorme y repugnante...
Vale, vuelvo a intentarlo.
Él quería faltar a la clase de Adivinación para seguir practicando, pero Hermione rehusó de plano perderse Aritmancia, y de nada le valdría ensayar solo, de forma que tuvo que soportar la clase de la profesora Trelawney, que se pasó la mitad de la hora diciendo que la posición que en aquel momento tenía Marte con respecto a Saturno anunciaba que la gente nacida en julio se hallaba en serio peligro de sufrir una muerte repentina y violenta.
—Bueno, eso está bien —dijo Harry en voz alta, sin dejarse intimidar—. Prefiero que no se alargue: no quiero sufrir.
Le pareció que Ron había estado a punto de reírse. Por primera vez en varios días miró a Harry a los ojos, pero éste se sentía demasiado dolido con él para que le importara. Se pasó el resto de la clase intentando atraer con la varita pequeños objetos por debajo de la mesa. Logró que una mosca se le posara en la mano, pero no estuvo seguro de que se debiera al encantamiento convocador. A lo mejor era simplemente que la mosca estaba tonta.
Se obligó a cenar algo después de Adivinación y, poniéndose la capa invisible para que no los vieran los profesores, volvió con Hermione al aula vacía. Siguieron practicando hasta pasadas las doce. Se habrían quedado más, pero apareció Peeves, quien pareció creer que Harry quería que le tiraran cosas, y comenzó a arrojar sillas de un lado a otro del aula. Harry y Hermione salieron a toda prisa antes de que el ruido atrajera a Filch, y regresaron a la sala común de Gryffindor, que afortunadamente estaba ya vacía.
A las dos en punto de la madrugada, Harry se hallaba junto a la chimenea rodeado de montones de cosas: libros, plumas, varias sillas volcadas, un juego viejo de gobstones, y
—Eso está mejor, Harry, eso está mucho mejor —aprobó Hermione, exhausta pero muy satisfecha.
—Bueno, ahora ya sabes qué tienes que hacer la próxima vez que no sea capaz de aprender un encantamiento —dijo Harry, tirándole a Hermione un diccionario de runas para repetir el encantamiento—: amenazarme con un dragón. Bien... —Volvió a levantar la varita—.
El pesado volumen se escapó de las manos de Hermione, atravesó la sala y llegó hasta donde Harry pudo atraparlo.
—¡Creo que esto ya lo dominas, Harry! —dijo Hermione, muy contenta.
—Espero que funcione mañana —repuso Harry—. La Saeta de Fuego estará mucho más lejos que todas estas cosas: estará en el castillo, y yo, en los terrenos allá abajo.