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—Bueno, Dumbledore —dijo Karkarov, mostrando plenamente sus dientes amarillos—, todos protegemos nuestros dominios privados, ¿verdad? ¿No guardamos todos con celo los centros de saber en que se aprende lo que nos ha sido confiado? ¿No tenemos motivos para estar orgullosos de ser los únicos conocedores de los secretos de nuestro colegio? ¿No tenemos motivos para protegerlos?

—¡Ah, yo nunca pensaría que conozco todos los secretos de Hogwarts, Igor!

—contestó Dumbledore en tono amistoso—. Esta misma mañana, por ejemplo, me equivoqué al ir a los lavabos y me encontré en una sala de bellas proporciones que no había visto nunca y que contenía una magnífica colección de orinales. Cuando volví para contemplarla más detenidamente, la sala había desaparecido. Pero tengo que estar atento a ver si la vuelvo a ver: tal vez sólo sea accesible a las cinco y media de la mañana, o aparezca cuando la luna está en cuarto creciente o menguante, o cuando el que pasa por allí tiene la vejiga excepcionalmente llena.

Harry resopló mirando su plato de gulasch. Percy fruncía el entrecejo, pero Harry hubiera jurado que Dumbledore le había guiñado un ojo.

Mientras tanto, Fleur Delacour criticaba la decoración de Hogwarts hablando con Roger Davies.

—Esto no es nada —decía, echando una despectiva mirada a los centelleantes muros del Gran Comedor—. En Navidad, en el palacio de Beauxbatons tenemos

«escultugas» de hielo en todo el salón «comedog». «Pog» supuesto, no se «deguiten»: son como «enogmes» estatuas de diamante, «bgillando pog» todos lados. Y la comida es sencillamente «sobegbia». Y tenemos «cogos» de ninfas de «madega» que nos cantan


«seguenatas mientgas» comemos. En los salones no hay ni una de estas feas

«agmadugas», y si «entgaga» en Beauxbatons un poltergeist lo «expulsaguíamos» de inmediato —añadió, dando un golpe en la mesa con la mano.

Roger Davies la miraba con expresión pasmada, y no acertaba a apuntar con el tenedor cuando pretendía metérselo en la boca. Harry tenía la impresión de que Davies estaba demasiado ocupado mirando a Fleur para enterarse de lo que ella decía.

—Tienes toda la razón —dijo apresuradamente, pegando otro golpe en la mesa con la mano—: de inmediato, sí señor.

Harry echó una mirada al Gran Comedor. Hagrid se hallaba sentado a una de las otras mesas de profesores. Había vuelto a ponerse el horrible traje peludo de color marrón y miraba a la mesa en que Harry se encontraba. Harry lo vio saludar con la mano, y que Madame Maxime, con sus cuentas de ópalo que brillaban a la luz de las velas, le devolvía el saludo.

Hermione le enseñaba a Krum a pronunciar bien su nombre. Él seguía diciendo

«Ez-miope».

—Her... mi... o... ne —decía ella, despacio y claro.

—Herr... mio... ne.

—Se acerca bastante —aprobó ella, mirando a Harry y sonriendo.

Cuando se acabó la cena, Dumbledore se levantó y pidió a los alumnos que hicieran lo mismo. Entonces, a un movimiento suyo de varita, las mesas se retiraron y alinearon junto a los muros, dejando el suelo despejado, y luego hizo aparecer por encantamiento a lo largo del muro derecho un tablado. Sobre él aparecieron una batería, varias guitarras, un laúd, un violonchelo y algunas gaitas.

Las Brujas de Macbeth subieron al escenario entre aplausos entusiastas. Eran todas melenudas, e iban vestidas muy modernas, con túnicas negras llenas de desgarrones y aberturas. Cogieron sus instrumentos, y Harry, que las miraba con tanto interés que no advertía lo que se avecinaba, comprendió de repente que los farolillos de todas las otras mesas se habían apagado y que los campeones y sus parejas estaban de pie.

—¡Vamos! —le susurró Parvati—, ¡se supone que tenemos que bailar!

Al levantarse, Harry tropezó con la túnica. Las Brujas de Macbeth empezaron a tocar una melodía lenta, triste. Harry fue hasta la parte más iluminada del salón, evitando cuidadosamente mirar a nadie (aunque vio a Seamus y Dean, que lo saludaban con una risita), y, al momento siguiente, Parvati le agarró las manos, le colocó una en su cintura y le agarró la otra fuertemente.

No era tan terrible como había temido, pensó Harry, dando vueltas lentamente casi sin desplazarse (Parvati lo llevaba). Miraba por encima de la gente, que muy pronto empezó a unirse al baile, de forma que los campeones dejaron de ser el centro de atención. Neville y Ginny bailaban junto a ellos: vio que Ginny hacia muecas de dolor con bastante frecuencia, cada vez que Neville la pisaba. Dumbledore bailaba con Madame Maxime. Era tan pequeño para ella, que apenas llegaba con la punta de su alargado sombrero a hacerle cosquillas en la barbilla, pero ella se movía con bastante gracia para el tamaño que tenía. Ojoloco Moody bailaba muy torpemente con la profesora Sinistra, que parecía temer a la pata de palo.

—Bonitos calcetines, Potter —le dijo Moody al pasar a su lado, viendo con su ojo mágico a través de la túnica de Harry.

—¡Eh... sí! Dobby el elfo los tejió para mí —le respondió Harry, sonriendo.

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