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—Siéntate, estúpida, y no hables de lo que no entiendes —contestó fríamente Rita Skeeter, arrojándole a Hermione una dura mirada—. Yo sé cosas sobre Ludo Bagman que te pondrían los pelos de punta... y casi les iría bien —añadió, observando el pelo de Hermione.

—Vámonos —dijo Hermione—. Vamos, Harry... Ron.

Salieron. Mucha gente los observó mientras se iban. Harry miró atrás al llegar a la puerta: la pluma a vuelapluma de Rita Skeeter estaba fuera del bolso y se deslizaba de un lado a otro por encima de un pedazo de pergamino puesto sobre la mesa.

—Ahora la tomará contigo, Hermione —dijo Ron con voz baja y preocupada mientras subían la calle, deshaciendo el camino por el que habían llegado.

—¡Que lo intente! —replicó Hermione con voz chillona. Temblaba de rabia—. ¡Ya verá! ¿Conque soy una estúpida? Pagará por esto. Primero Harry, luego Hagrid...

—No hay que hacer enfadar a Rita Skeeter —añadió Ron nervioso—. Te lo digo en serio, Hermione. Te buscará algo para ponerte en evidencia...

—¡Mis padres no leen El Profeta, así que no me va a meter miedo! —contestó Hermione, dando tales zancadas que a Harry y Ron les costaba trabajo seguirla. La última vez que Harry había visto a Hermione tan enfadada, le había pegado una bofetada a Draco Malfoy—. ¡Y Hagrid no va a seguir escondiendo la cabeza! ¡Nunca tendría que haber permitido que lo alterara esa imitación de ser humano! ¡Vamos!

Hermione echó a correr y precedió a sus amigos durante todo el camino de vuelta por la carretera, a través de las verjas flanqueadas por cerdos alados y de los terrenos del colegio, hacia la cabaña de Hagrid.

Las cortinas seguían corridas, y al acercarse oyeron los ladridos de Fang.

—¡Hagrid! —gritó Hermione, aporreando la puerta delantera—. ¡Ya está bien, Hagrid! ¡Sabemos que estás ahí dentro! ¡A nadie le importa que tu madre fuera una giganta! ¡No puedes permitir que esa asquerosa de Skeeter te haga esto! ¡Sal, Hagrid, deja de...!

Se abrió la puerta. Hermione dijo «hacer el... » y se calló de repente, porque acababa de encontrarse cara a cara no con Hagrid sino con Albus Dumbledore.

—Buenas tardes —saludó el director en tono agradable, sonriéndoles.

—Que... que... queríamos ver a Hagrid —dijo Hermione con timidez.

—Sí, lo suponía—repuso Dumbledore con ojos risueños—. ¿Por qué no entráis?

—Ah... eh... bien —aceptó Hermione.

Los tres amigos entraron en la cabaña. En cuanto Harry cruzó la puerta, Fang se abalanzó sobre él ladrando como loco, e intentó lamerle las orejas. Harry se libró de Fang y miró a su alrededor.

Hagrid estaba sentado a la mesa, en la que había dos tazas de té. Parecía hallarse en un estado deplorable. Tenía manchas en la cara, y los ojos hinchados, y, en cuanto al cabello, se había pasado al otro extremo: lejos de intentar dominarlo, en aquellos momentos parecía un entramado de alambres.

—Hola, Hagrid —saludó Harry.

Hagrid levantó la vista.

—... la —respondió, con la voz muy tomada.

—Creo que nos hará falta más té —dijo Dumbledore, cerrando la puerta tras ellos.

Sacó la varita e hizo una floritura con ella, y en medio del aire apareció, dando vueltas, una bandeja con el servicio de té y un plato de bizcochos. Dumbledore la hizo posarse sobre la mesa, y todos se sentaron. Hubo una breve pausa, y luego el director dijo:

—¿Has oído por casualidad lo que gritaba la señorita Granger, Hagrid?

Hermione se puso algo colorada, pero Dumbledore le sonrió y prosiguió:

—Parece ser que Hermione, Harry y Ron aún quieren ser amigos tuyos, a juzgar por la forma en que intentaban echar la puerta abajo.

—¡Por supuesto que sí! —exclamó Harry mirando a Hagrid—. Te tiene que importar un bledo lo que esa vaca... Perdón, profesor —añadió apresuradamente, mirando a Dumbledore.

—Me he vuelto sordo por un momento y no tengo la menor idea de qué es lo que has dicho —dijo Dumbledore, jugando con los pulgares y mirando al techo.

—Eh... bien —dijo Harry mansamente—. Sólo quería decir... ¿Cómo pudiste pensar, Hagrid, que a nosotros podía importarnos lo que esa... mujer escribió de ti?

Dos gruesas lágrimas se desprendieron de los ojos color azabache de Hagrid y cayeron lentamente sobre la barba enmarañada.

—Aquí tienes la prueba de lo que te he estado diciendo, Hagrid —dijo Dumbledore, sin dejar de mirar al techo—. Ya te he mostrado las innumerables cartas de padres que te recuerdan de cuando estudiaron aquí, diciéndome en términos muy claros que, si yo te despidiera, ellos tomarían cartas en el asunto.

—No todos —repuso Hagrid con voz ronca—. No todos los padres quieren que me quede.

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