—Son más fáciles de ver que los adultos —explicaba Hagrid a la clase—. Cuando tienen unos dos años de edad se vuelven de color plateado, y a los cuatro les sale el cuerno. No se vuelven completamente blancos hasta que son plenamente adultos, más o menos a los siete años. De recién nacidos son más confiados... admiten incluso a los chicos. Vamos, acercaos un poco. Si queréis podéis acariciarlos... Dadles unos terrones de azúcar de ésos.
—¿Estás bien, Harry? —murmuró Hagrid, haciéndose a un lado, mientras la mayoría se arracimaba en torno a los potros.
—Sí.
—Pero un poco nervioso, ¿verdad?
—Un poco.
—Harry —dijo Hagrid apoyándole en el hombro su enorme mano, lo que hizo que las rodillas de Harry se doblaran bajo el peso—, me preocuparía por ti si no te hubiera visto enfrentarte a ese colacuerno. Pero ahora sé que eres capaz de cualquier cosa, así que no estoy nada preocupado. Lo harás muy bien. Ya has descifrado el enigma, ¿no?
Harry afirmó con la cabeza, pero al hacerlo lo acometió un loco impulso de confesar que no tenía ni idea de cómo aguantar una hora bajo el agua. Alzó la vista para mirar a Hagrid. Tal vez fuera de vez en cuando al lago para atender a las criaturas que vivían en él. Porque cuidaba de todos los animales de los terrenos del colegio...
—Vas a ganar —masculló Hagrid, volviendo a darle palmadas en el hombro, de forma que Harry sintió que se hundía cinco centímetros en el suelo embarrado—. Lo sé.
Lo presiento. ¡Vas a ganar, Harry!
No tuvo valor para borrar de la cara de Hagrid la feliz sonrisa de confianza.
Fingiendo que se interesaba por los pequeños unicornios, hizo un esfuerzo para sonreír a su vez y se adelantó para acariciarles el cuello, como hacían todos.
La noche precedente a la segunda prueba, Harry se sintió como atrapado en una pesadilla. Se daba perfecta cuenta de que, aunque por algún milagro lograra hallar el encantamiento adecuado, le sería muy difícil aprendérselo durante la noche. ¿Cómo había podido dejar que pasara aquello? ¿Por qué no habría empezado antes a plantearse el enigma del huevo? ¿Por qué se había permitido distraerse en las clases? ¿Y si algún profesor hubiera mencionado en alguna ocasión cómo respirar en el agua?
Él, Ron y Hermione estaban en la biblioteca a la puesta del sol, pasando febrilmente página tras página de encantamientos, ocultos unos de otros por enormes pilas de libros amontonados en la mesa. El corazón le daba un vuelco a Harry cada vez que encontraba en una página la palabra «agua», pero casi siempre era algo así como:
«Prepare un litro de agua, doscientos gramos de hojas de mandrágora cortadas en juliana y una salamandra...»
—Creo que es imposible —declaró la voz de Ron desde el otro lado de la mesa—.
No hay nada. Nada. Lo que más se aproxima a lo que necesitamos es este encantamiento desecador para drenar charcos y estanques, pero no es ni mucho menos lo bastante potente para desecar el lago.
—Tiene que haber alguna manera —murmuró Hermione, acercándose una vela.
Tenía los ojos tan fatigados que escudriñaba la diminuta letra de
—Ahora lo han hecho —replicó Ron—. Harry, lo que tienes que hacer mañana es bajar al lago, meter la cabeza dentro, gritarles a las sirenas que te devuelvan lo que sea que te hayan mangado y ver si te hacen caso. Es tu opción más segura.
—¡Hay una manera de hacerlo! —insistió Hermione enfadada—. ¡Tiene que haberla!
Parecía tomarse como una afrenta personal la falta de información útil que había sobre el tema en la biblioteca. Nunca le había fallado.
—Ya sé lo que tendría que haber hecho —dijo Harry, dejando descansar la cabeza en el libro
—¡Claro, así podrías convertirte en carpa cuando quisieras! —corroboró Ron.
—O en una rana —añadió Harry con un bostezo. Estaba exhausto.
—Lleva unos cuantos años convertirse en animago, y después hay que registrarse y todo eso —dijo Hermione vagamente, echándole un vistazo al índice de
¿recordáis? Hay que registrarse en el Departamento Contra el Uso Indebido de la Magia, y decir en qué animal se convierte uno y con qué marcas, de qué color... para que no se pueda hacer mal uso de ello.
—Estaba hablando en broma, Hermione —le aclaró Harry cansinamente—. Ya sé que no me puedo convertir en rana mañana por la mañana.
—¡Ah, esto no sirve de nada! —se quejó Hermione cerrando de un golpe los
—A mí no me importaría —dijo la voz de Fred Weasley—. Daría que hablar, ¿no?