Harry, Ron y Hermione levantaron la vista. Fred y George acababan de salir de detrás de unas estanterías.
—¿Qué hacéis aquí? —les preguntó Ron.
—Buscaros —repuso George—. McGonagall quiere que vayas, Ron. Y tú también, Hermione.
—¿Por qué? —dijo Hermione, sorprendida.
—Ni idea... pero estaba muy seria —contestó Fred.
—Tenemos que llevaros a su despacho —explicó George.
Ron y Hermione miraron a Harry, que sintió un vuelco en el estómago. ¿Iría a echarles una reprimenda? A lo mejor se había dado cuenta de lo mucho que lo ayudaban, cuando se suponía que tenía que arreglárselas él solo.
—Nos veremos en la sala común —le dijo Hermione a Harry al levantarse con Ron. Los dos parecían nerviosos—. Llévate todos los libros que puedas, ¿vale?
—Bien —asintió Harry, incómodo.
Hacia las ocho, la señora Pince había apagado todas las luces y le metía prisa para que saliera de la biblioteca. Tambaleándose por el peso de todos los libros que pudo coger, volvió a la sala común de Gryffindor, se llevó una mesa a un rincón y siguió buscando. No encontró nada en
«Me rindo —se dijo a sí mismo—. No puedo. No tendré más remedio que bajar al lago mañana y decírselo a los jueces...»
Se imaginó explicando que no podía hacer la prueba: vio ante sí la cara de sorpresa de Bagman, sus ojos como platos; y la sonrisa de satisfacción de Karkarov, con sus dientes amarillos; casi oyó realmente decir a Fleur Delacour: «Lo sabía... Es demasiado joven, no es más que un niño»; vio a Malfoy, al frente de la multitud, exhibiendo la insignia donde decía «POTTER APESTA»; vio la cara de tristeza y decepción de Hagrid...
Olvidando que tenía a
—
Con la luz de la punta de la varita encendida, pasó por entre las estanterías, cogiendo más libros: libros sobre maleficios y encantamientos, sobre sirenas, tritones y monstruos marinos, sobre brujas y magos famosos, sobre inventos mágicos, sobre cualquier cosa que pudiera incluir una referencia de pasada a la supervivencia bajo el agua. Se los llevó a una mesa y se puso a trabajar, hojeando los libros al delgado haz de luz de la varita. De vez en cuando consultaba el reloj.
La una de la madrugada... las dos de la madrugada... la única forma de aguantar era repetirse una y otra vez: «En el próximo libro, lo encontraré en el próximo libro...»
La sirena del cuadro del baño de los prefectos se estaba riendo. Harry salía a flote como un corcho y se volvía a hundir en el agua espumosa que rodeaba la roca, mientras ella sujetaba la Saeta de Fuego por encima de la cabeza de él.
—¡Ven a cogerla! —le decía entre risas—. ¡Vamos, salta!
—¡No puedo! —respondía jadeando Harry, que intentaba alcanzar la Saeta de Fuego mientras hacía lo imposible por no hundirse—. ¡Dámela!
Pero ella se limité a punzarlo en un costado con el palo de la escoba, riéndose.
—Me haces daño... quita... ¡ay!
—¡Harry Potter debe despertar, señor!
—¡Deja de golpearme!
—¡Dobby debe golpear a Harry Potter para que despierte, señor!
Abrió los ojos. Seguía en la biblioteca. La capa invisible se le había caído al dormirse, y la mejilla que tenía apoyada en el libro