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—¡Hay un mortífago en Hogwarts! Hay un mortífago aquí: fue el que puso mi nombre en el cáliz de fuego y se aseguró de que llegara al final del Torneo...

Harry trató de levantarse, pero Moody lo empujó contra el respaldo.

—Ya sé quién es el mortífago —dijo en voz baja

—¿Karkarov? —preguntó Harry alterado—. ¿Dónde está? ¿Lo ha atrapado usted?

¿Lo han encerrado?

—¿Karkarov? —repitió Moody, riendo de forma extraña—. Karkarov ha huido esta noche, al notar que la Marca Tenebrosa le escocía en el brazo. Traicionó a demasiados fieles seguidores del Señor Tenebroso para querer volver a verlos... pero dudo que vaya lejos: el Señor Tenebroso sabe cómo encontrar a sus enemigos.

—¿Karkarov se ha ido? ¿Ha escapado? Pero entonces... ¿no fue él el que puso mi nombre en el cáliz?

—No —dijo Moody despacio—, no fue él. Fui yo.

Harry lo oyó pero no lo creyó.

—No, usted no lo hizo —replicó—. Usted no lo hizo... no pudo hacerlo...

—Te aseguro que sí —afirmó Moody, y su ojo mágico giró hasta fijarse en la puerta. Harry comprendió que se estaba asegurando de que no hubiera nadie al otro lado. Al mismo tiempo, Moody sacó la varita y apuntó a Harry con ella—. Entonces,

¿los perdonó?, ¿a los mortífagos que quedaron en libertad, los que se libraron de Azkaban?

—¿Qué?

Harry miró la varita con que Moody le apuntaba: era una broma pesada, sin duda.

—Te he preguntado —repitió Moody en voz baja— si él perdonó a esa escoria que no se preocupó por buscarlo. Esos cobardes traidores que ni siquiera afrontaron Azkaban por él. Esos apestosos desleales e inútiles que tuvieron el suficiente valor para hacer el idiota en los Mundiales de quidditch pero huyeron a la vista de la Marca Tenebrosa que yo hice aparecer en el cielo.

—¿Que usted...? ¿Qué está diciendo?

—Ya te lo expliqué, Harry, ya te lo expliqué. Si hay algo que odio en este mundo es a los mortífagos que han quedado en libertad. Le dieron la espalda a mi señor cuando más los necesitaba. Esperaba que los castigara, que los torturara. Dime que les ha hecho algo, Harry... —La cara de Moody se iluminó de pronto con una sonrisa demente—.

Dime que reconoció que yo, sólo yo le he permanecido leal... y dispuesto a arriesgarlo todo para entregarle lo que él más deseaba: a ti.

—Usted no lo hizo... No puede ser.

—¿Quién puso tu nombre en el cáliz de fuego, en representación de un nuevo colegio? Yo. ¿Quién espantó a todo aquel que pudiera hacerte daño o impedirte ganar el Torneo? Yo. ¿Quién animó a Hagrid a que te mostrara los dragones? Yo. ¿Quién te ayudó a ver la única forma de derrotar al dragón? ¡Yo!

El ojo mágico de Moody dejó de vigilar la puerta. Estaba fijo en Harry. Su boca torcida sonrió más malignamente que nunca.

—No fue fácil, Harry, guiarte por todas esas pruebas sin levantar sospechas. He necesitado toda mi astucia para que no se pudiera descubrir mi mano en tu éxito. Si lo hubieras conseguido todo demasiado fácilmente, Dumbledore habría sospechado. Lo importante era que llegaras al laberinto, a ser posible bien situado. Luego, sabía que podría librarme de los otros campeones y despejarte el camino. Pero también tuve que enfrentarme a tu estupidez. La segunda prueba... ahí fue cuando tuve más miedo de que fracasaras. Estaba muy atento a ti, Potter. Sabía que no habías descifrado el enigma del huevo, así que tenía que darte otra pista...

—No fue usted —dijo Harry con voz ronca—: fue Cedric el que me dio la pista.

—¿Y quién le dijo a Cedric que lo abriera debajo del agua? Yo. Sabía que te pasaría la información: la gente decente es muy fácil de manipular, Potter. Estaba seguro de que Cedric querría devolverte el favor de haberle dicho lo de los dragones, y así fue. Pero incluso entonces, Potter, incluso entonces parecía muy probable que fracasaras. Yo no te quitaba el ojo de encima... ¡Todas aquellas horas en la biblioteca!

¿No te diste cuenta de que el libro que necesitabas lo tenías en el dormitorio? Yo lo hice llegar hasta allí muy pronto, se lo di a ese Longbottom, ¿no lo recuerdas? Las plantas acuáticas mágicas del Mediterráneo y sus propiedades. Ese libro te habría explicado todo lo que necesitabas saber sobre las branquialgas. Suponía que le pedirías ayuda a todo el mundo. Longbottom te lo habría explicado al instante. Pero no lo hiciste... no lo hiciste... Tienes una vena de orgullo y autosuficiencia que podría haberlo arruinado todo.

»¿Qué podía hacer? Pasarte información por medio de otra boca inocente. Me habías dicho en el baile de Navidad que un elfo doméstico llamado Dobby te había hecho un regalo. Así que llamé a ese elfo a la sala de profesores para que recogiera una túnica para lavar, y mantuve con la profesora McGonagall una conversación sobre los retenidos, y sobre si Potter pensaría utilizar las branquialgas. Y tu amiguito el elfo se fue derecho al armario de Snape para proveerte...

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