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Señaló la puerta con un dedo nudoso. Hermione se puso muy colorada, y murmuró algo de que no había querido decir que deseara irse. Harry y Ron se sonrieron el uno al otro. Sabían que Hermione preferiría beber pus de bubotubérculo antes que perderse una clase tan importante.

Moody empezó a llamar por señas a los alumnos y a echarles la maldición imperius. Harry vio cómo sus compañeros de clase, uno tras otro, hacían las cosas más extrañas bajo su influencia: Dean Thomas dio tres vueltas al aula a la pata coja cantando el himno nacional, Lavender Brown imitó una ardilla y Neville ejecutó una serie de movimientos gimnásticos muy sorprendentes, de los que hubiera sido completamente incapaz en estado normal. Ninguno de ellos parecía capaz de oponer ninguna resistencia a la maldición, y se recobraban sólo cuando Moody la anulaba.

—Potter —gruñó Moody—, ahora te toca a ti.

Harry se adelantó hasta el centro del aula, en el espacio despejado de mesas.

Moody levantó la varita mágica, lo apuntó con ella y dijo:

¡Imperio!

Fue una sensación maravillosa. Harry se sintió como flotando cuando toda preocupación y todo pensamiento desaparecieron de su cabeza, no dejándole otra cosa que una felicidad vaga que no sabía de dónde procedía. Se quedó allí, inmensamente relajado, apenas consciente de que todos lo miraban.

Y luego oyó la voz de Ojoloco Moody, retumbando en alguna remota región de su vacío cerebro: Salta a la mesa... salta a la mesa...

Harry, obedientemente, flexionó las rodillas, preparado a dar el salto.

Salta a la mesa...

«Pero ¿por qué?»

Otra voz susurró desde la parte de atrás de su cerebro. «Qué idiotez, la verdad», dijo la voz.

Salta a la mesa...

«No, creo que no lo haré, gracias —dijo la otra voz, con un poco más de firmeza—.

No, realmente no quiero...»

¡Salta! ¡Ya!

Lo siguiente que notó Harry fue mucho dolor. Había tratado al mismo tiempo de saltar y de resistirse a saltar. El resultado había sido pegarse de cabeza contra la mesa, que se volcó, y, a juzgar por el dolor de las piernas, fracturarse las rótulas.

—Bien, ¡por ahí va la cosa! —gruñó la voz de Moody.

De pronto Harry sintió que la sensación de vacío desaparecía de su cabeza.

Recordó exactamente lo que estaba ocurriendo, y el dolor de las rodillas aumentó.

—¡Mirad esto, todos vosotros... Potter se ha resistido! Se ha resistido, ¡y el condenado casi lo logra! Lo volveremos a intentar, Potter, y todos los demás prestad atención. Miradlo a los ojos, ahí es donde podéis verlo. ¡Muy bien, Potter, de verdad que muy bien! ¡No les resultará fácil controlarte!

—Por la manera en que habla —murmuró Harry una hora más tarde, cuando salía cojeando del aula de Defensa Contra las Artes Oscuras (Moody se había empeñado en hacerle repetir cuatro veces la experiencia, hasta que logró resistirse completamente a la maldición imperius)—, se diría que estamos a punto de ser atacados de un momento a otro.

—Sí, es verdad —dijo Ron, dando alternativamente un paso y un brinco: había tenido muchas más dificultades con la maldición que Harry, aunque Moody le aseguró que los efectos se habrían pasado para la hora de la comida—. Hablando de paranoias...

—Ron echó una mirada nerviosa por encima del hombro para comprobar que Moody no estaba en ningún lugar en que pudiera oírlo, y prosiguió—, no me extraña que en el Ministerio estuvieran tan contentos de desembarazarse de él: ¿no le oíste contarle a Seamus lo que le hizo a la bruja que le gritó «¡bu!» por detrás el día de los inocentes?

¿Y cuándo se supone que vamos a ponernos al tanto de la maldición imperius

con todas las otras cosas que tenemos que hacer?

Todos los alumnos de cuarto habían apreciado un evidente incremento en la cantidad de trabajo para aquel trimestre. La profesora McGonagall les explicó a qué se debía, cuando la clase recibió con quejas los deberes de Transformaciones que ella acababa de ponerles.

—¡Estáis entrando en una fase muy importante de vuestra educación mágica!

—declaró con ojos centelleantes—. Se acercan los exámenes para el TIMO.

—¡Pero si no tendremos el TIMO hasta el quinto curso! —objetó Dean Thomas.

—Es verdad, Thomas, pero créeme: ¡tenéis que prepararos lo más posible! La señorita Granger sigue siendo la única persona de la clase que ha logrado convertir un erizo en un alfiletero como Dios manda. ¡Permíteme recordarte que el tuyo, Thomas, aún se hace una pelota cada vez que alguien se le acerca con un alfiler!

Hermione, que se había ruborizado, trató de no parecer demasiado satisfecha de sí misma.

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