Maud formaba parte de un grupo femenino que tocaba un nuevo tipo de música que se llamaba jazz. De haberlas visto, Fitz se habría horrorizado, pero a ella le gustaba el trabajo. Siempre se había rebelado contra las restricciones de su educación. Repetir las mismas melodías todas las noches podía resultar tedioso, pero a pesar de ello la ayudaba a liberar algo que reprimía en su interior. Se contoneaba en el taburete de su piano y lanzaba miradas coquetas a los clientes.
A medianoche llegaba su actuación en solitario: cantaba y tocaba temas popularizados por cantantes negras como Alberta Hunter, que había aprendido gracias a los discos americanos que sonaban en un gramófono del dueño del Nachtleben. La anunciaban como Mississippi Maud.
Entre canción y canción, un cliente se acercó al piano y le pidió:
– ¿Te importaría tocar «Downhearted Blues», por favor?
Conocía la canción, un gran éxito de Bessie Smith. Empezó a tocar los acordes de blues en mi bemol.
– Podría – dijo ella -. ¿A cambio de qué?
El hombre le dio un billete de mil millones de marcos.
Maud se rió.
– Con eso no paga ni el primer acorde – le dijo -. ¿No tiene moneda extranjera?
Le dio un billete de un dólar.
Maud cogió el dinero, se lo metió en la manga y tocó «Downhearted Blues».
Sintió un arrebato de alegría por tener un dólar, que equivalía a un billón de marcos. Aun así, no la abandonó del todo el sentimiento de tristeza, que había hecho mella en su corazón. Era un logro remarcable que una mujer de sus orígenes hubiera aprendido a sonsacar propinas, pero el proceso era degradante.
Después de su actuación, la abordó el mismo cliente, mientras se dirigía al camerino. Le puso una mano en la cadera y le preguntó:
– ¿Te gustaría desayunar conmigo, cielo?
La mayoría de las noches la manoseaban, a pesar de que a sus treinta y tres años era una de las mujeres mayores del club: había muchas chicas de diecinueve y veinte años. Cuando sucedía eso, no se les permitía montar un escándalo. Se suponía que debían poner la mejor de sus sonrisas, apartar la mano del caballero con delicadeza, y decir: «Esta noche no, señor». Pero en ocasiones esa respuesta no era lo bastante desalentadora, y las demás chicas le habían enseñado una réplica más efectiva:
– Tengo unos insectos pequeños en el vello púbico – le dijo -. ¿Cree que es algo que debería preocuparme?
El hombre desapareció.
Después de llevar cuatro años en el país, Maud hablaba alemán con fluidez, y gracias al trabajo en el club también había aprendido las palabras más vulgares.
El Nachtleben cerró a las cuatro de la madrugada. Maud se desmaquilló y se puso la ropa de calle. Fue a la cocina y pidió unos granos de café. Un cocinero al que le gustaba le metió unos cuantos en un cucurucho de papel.
Los músicos cobraban en efectivo cada noche. Todas las chicas llevaban unos grandes bolsos para guardar los fajos de billetes.
Cuando salía, Maud cogió un periódico que había dejado un cliente. A Walter le gustaba leerlo y no podían permitirse el lujo de comprar la prensa.
Salió del club y fue directamente a la panadería. Era peligroso conservar el dinero mucho tiempo: corría el riesgo de que al día siguiente no pudiera comprar ni una hogaza de pan con el sueldo. Ya había varias mujeres esperando frente a la tienda, pasando frío. A las cinco y media el panadero abrió la puerta y escribió los precios con tiza en una pizarra. Aquel día una hogaza de pan costaba 127.000 millones de marcos.
Maud compró cuatro hogazas. No se lo comerían todo en un día, pero no importaba. El pan duro se podía utilizar para espesar sopas: los billetes, no.
Llegó a casa a las seis. Más tarde vestiría a los niños y los llevaría a casa de sus abuelos para que pasaran el día, así ella podría dormir. Tenía una hora para estar con Walter a solas. Era el mejor momento del día.
Preparó el desayuno y lo llevó en una bandeja al dormitorio.
– Mira – le dijo -. Pan fresco, café… ¡y un dólar!
– ¡Qué lista eres! – La besó -. ¿Qué compraremos? – Se estremeció de frío a pesar de que llevaba puesto el pijama -. Necesitamos carbón.
– No hay prisa. Podemos guardarlo, si quieres. La semana que viene valdrá lo mismo. Si tienes frío, yo te haré entrar en calor.
Él sonrió.
– Pues venga.
Maud se quitó la ropa y se metió en la cama.
Comieron el pan, bebieron el café e hicieron el amor. El sexo aún era algo excitante, a pesar de que el acto en sí no duraba tanto como al principio.
Cuando terminaron, Walter leyó el periódico que Maud le había llevado.
– La intentona golpista de Munich se ha acabado – dijo.
– ¿Definitivamente?
Walter se encogió de hombros.
– Han atrapado al líder. Es Adolf Hitler.
– ¿El jefe del partido al que se unió Robert?
– Sí. Lo han acusado de alta traición. Está en la cárcel.
– Bien – dijo Maud, aliviada -. Gracias a Dios que ha acabado.
Capítulo 42
De diciembre de 1923 a enero de 1924