El conde Fitzherbert se subió a la tribuna frente al ayuntamiento de Aberowen a las tres de la tarde, el día antes de las elecciones generales. Llevaba chaqué y sombrero de copa. Hubo una ovación estruendosa por parte de los conservadores, que ocupaban las primeras filas, pero gran parte de la multitud lo abucheó. Alguien lanzó un periódico arrugado y Billy dijo:
– Basta ya, chicos, dejad que hable.
Unas nubes bajas ensombrecían la tarde invernal, y las luces de la calle ya estaban encendidas. Llovía, pero había acudido una gran multitud, unas doscientas o trescientas personas, la mayoría mineros con sus gorras, aunque se veían unos cuantos bombines en las primeras filas y algunas mujeres cobijadas bajo paraguas. Junto a la muchedumbre, los niños jugaban sobre los adoquines mojados.
Fitz hacía campaña en favor del diputado actual de la región, Perceval Jones. Empezó a hablar sobre aranceles, lo cual ya le estaba bien a Billy. Fitz podía parlotear sobre aquel tema todo el día sin llegar al corazón de la gente de Aberowen. En teoría, era el gran tema electoral. Los conservadores proponían poner fin al desempleo mediante un aumento de los impuestos a las importaciones para proteger los productos británicos. Aquella cuestión había unido a los liberales, que estaban en la oposición, ya que el punto más antiguo de su ideología era el comercio libre. Los laboristas estaban de acuerdo en que los aranceles no eran la respuesta a sus males, y proponían un programa nacional de empleo para dar trabajo a los parados, y también querían aumentar el período de educación para impedir la llegada de más jóvenes a un mercado laboral saturado.
Sin embargo, el verdadero tema era quién iba a gobernar.
– Con el fin de fomentar el empleo en el sector agrícola, el gobierno conservador proporcionar una ayuda de una libra por acre a cada campesino, siempre que pague un mínimo de treinta chelines a la semana a sus jornaleros – dijo Fitz.
Billy negó con la cabeza, divertido e indignado al mismo tiempo. ¿Por qué tenían que dar dinero a los granjeros? No se estaban muriendo de hambre. En cambio, los operarios en paro de las fábricas, sí.
El padre de Billy, que estaba a su lado, comentó:
– Ese tipo de discurso no le va a hacer ganar muchos votos en Aberowen.
Billy estaba de acuerdo. En el pasado aquella circunscripción electoral había sido un feudo de agricultores, pero aquellos días ya habían pasado. Ahora que la clase trabajadora podía votar, los mineros ganarían en número a los campesinos. Perceval Jones había conservado su escaño, en las confusas elecciones de 1922, gracias a un puñado de votos. En esa ocasión no podía revalidar el éxito.
Fitz se ponía nervioso:
– Si votáis a los laboristas, votaréis a un hombre cuyo historial militar está manchado – dijo.
A la gente no le gustó demasiado aquel comentario: conocían la historia de Billy y lo consideraban su héroe. Hubo un murmullo de disconformidad y el padre de Billy gritó:
– ¡Debería darle vergüenza!
– Un hombre que traicionó a sus compañeros de armas y a sus oficiales – prosiguió el conde -, un hombre que fue sometido a un consejo de guerra por traición y enviado a la cárcel. Os lo pido: no deshonréis a Aberowen votando a un hombre como ese.
Fitz se bajó de la tribuna entre aplausos y abucheos. Billy lo miró fijamente, pero el conde esquivó su mirada.
Billy se subió a la tribuna.
– Seguramente estáis esperando a que insulte a lord Fitzherbert tal y como ha hecho él conmigo – dijo.
Entre la muchedumbre, Tommy Griffiths gritó:
– ¡Dale su merecido, Billy!
– Pero esto no es una pelea de la mina – repuso Billy -. Estas elecciones son demasiado importantes para que se decidan con un puñado de burlas.
Los amansó. Sabía que no les gustaría su enfoque sensato. Les gustaban las burlas. Pero vio que su padre asintió con la cabeza. Sabía lo que intentaba hacer su hijo. Claro que lo sabía. Era él quien lo había educado.
– El conde ha hecho gala de un gran valor al venir aquí y expresar sus opiniones ante una multitud de mineros del carbón – prosiguió Billy -. Tal vez se equivoque, y creo que se equivoca, pero no es un cobarde. Se comportó del mismo modo durante la guerra. Al igual que muchos de nuestros oficiales. Eran valientes, pero muy tercos. Apostaron por la estrategia y la táctica erróneas, no dialogaban y sus ideas estaban desfasadas. Pero fueron incapaces de corregirse hasta que murieron millones de hombres.
El público se había quedado en silencio. Ahora estaban interesados. Billy vio a Mildred, que lo miraba orgullosa, con un bebé en cada brazo: los dos hijos de Billy, David y Keir, de uno y dos años. A Mildred no le entusiasmaba la política, pero quería que Billy se convirtiera en parlamentario para regresar a Londres y que ella pudiera poner en marcha de nuevo su negocio.