Читаем La Ciudad maldita полностью

Andrei metió la cabeza primero en el piso de la izquierda. Allí dormían los soldados. Salía luz de un pequeño cubículo sin ventanas. El sargento Fogel, en calzoncillos y con la gorra echada hacia atrás, estaba sentado delante de una mesita, rellenando un formulario. Según las reglas militares, la puerta del cubículo estaba abierta de par en par, de manera que nadie pudiera entrar o salir sin ser notado. Al oír los pasos, el sargento levantó rápidamente la cabeza y miró con atención, cubriendo con la mano la luz de la lámpara para que no le diera en el rostro.

— Soy yo, Fogel — dijo Andrei en voz baja, y entró.

Al instante, el sargento le trajo una silla. Andrei se sentó a horcajadas y miró a su alrededor. Con los militares, todo estaba en orden. Allí estaban los tres bidones con el agua potable. Las cajas de latas de conservas y las galletas para el desayuno del día siguiente también estaban allí. Y la caja con el tabaco. La pistola del sargento, limpia y brillante, reposaba sobre la mesa. En el cubículo el aire era pesado, masculino, de campaña. Andrei se agarró al respaldo de la silla.

— ¿Qué hay mañana para el desayuno, sargento? — preguntó.

— Lo de siempre, señor consejero — respondió Fogel con asombro.

— Trate de inventar algo nuevo, que no sea lo de siempre — dijo Andrei —. No sé, digamos que gachas de arroz con azúcar… ¿Quedan frutas en conserva?

— Sí, podría ser gachas de arroz con ciruelas pasas — propuso el sargento.

— Que sea con ciruelas pasas… Por la mañana, deles doble ración de agua. Y media tableta de chocolate… ¿Aún tenemos chocolate?

— Queda un poquito — dijo el sargento, no muy satisfecho.

— Pues deles un poco… Los cigarrillos, ¿qué, es la última caja?

— Exactamente.

— Pues no podemos hacer nada. Mañana, como siempre, y a partir de pasado mañana, reduzca la cuota… Ah, se me olvidaba. Desde hoy, y hasta nuevo aviso, doble ración de agua para el coronel.

— Quisiera informarle… — comenzó el sargento.

— Lo sé — lo interrumpió Andrei —. Diga que es por orden mía.

— A la orden… Como mande el señor consejero. ¡Anástasis! ¿Adonde vas?

Andrei se volvió. En el pasillo, balanceándose sobre unas piernas vacilantes y con la mano apoyada en la pared, estaba un soldado medio dormido, en calzoncillos y con botas.

— Perdone, señor sargento… — balbuceó. Era obvio que no se daba cuenta de nada. Al instante, pegó las manos a los lados de las piernas —. ¡Permiso para ir al retrete, señor sargento!

— ¿Le hace falta papel?

— De ninguna manera. — El soldado hizo un sonido con los labios y arrugó la cara —. Tengo… — Mostró una hoja arrugada que llevaba en la mano, seguramente de los archivos de Izya —. Permiso para retirarme.

— Vaya… Le pido mil perdones, señor consejero. Se pasan toda la noche yendo al retrete. Y a veces no llegan, se lo hacen encima. Antes, al menos el permanganato ayudaba un poco, pero ahora no hay nada que sirva… ¿Quiere el señor consejero revisar los puestos de guardia?

— No — dijo Andrei, poniéndose de pie.

— ¿Debo acompañarlo?

— No. Quédese aquí.

Andrei salió nuevamente al vestíbulo. Allí también había mucho calor, pero apestaba menos. Sin hacer el menor ruido, el Mudo apareció a su lado. Se oía al soldado Anástasis un piso más arriba, tropezando y mascullando algo entre dientes.

«No va a llegar al retrete, se lo hará en el suelo», comprendió Andrei con asco.

— Pues, nada — se dirigió al Mudo, hablando a media voz —. Veamos cómo viven los civiles.

Atravesó el vestíbulo y empujó la puerta del piso de enfrente. Allí también el aire olía a ejército en campaña, pero no existía el orden militar. La llamita de la lámpara del pasillo apenas iluminaba los instrumentos, tirados de cualquier manera en sus fundas de loneta, entremezclados con armas, mochilas sucias medio abiertas, tazas y platos de campaña abandonados junto a la ventana, Andrei tomó la lámpara, entró en la habitación más cercana y enseguida pisó un zapato.

Allí dormían los choferes, desnudos, sudados, desmadejados sobre una lona arrugada. Ni siquiera habían puesto sábanas. Aunque con toda seguridad las sábanas estarían más sucias que cualquier lona. De repente, uno de los choferes se movió, se sentó con los ojos cerrados y se rascó los hombros con furia.

— Vamos de cacería y no al baño… — balbuceó —. De cacería, ¿te das cuenta? El agua es amarilla. Bajo la nieve, amarilla, ¿entiendes? — Aún no había terminado de hablar cuando su cuerpo quedó fláccido y cayó de costado sobre la lona.

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