Читаем La Ciudad maldita полностью

Andrei se cercioró de que los cuatro estaban allí, y siguió a la habitación de al lado. Ahí vivía la intelectualidad. Dormían en catres cubiertos con sábanas grises, sus sueños también eran inquietos, acompañados de ronquidos, gemidos y chirridos de dientes. Dos cartógrafos en una habitación, dos geólogos en la de al lado. En la habitación de los geólogos, Andrei detectó un olor dulzón, desconocido, y en ese momento recordó que corría un rumor según el cual los geólogos fumaban hachís. Dos días antes, el sargento Fogel le había quitado un cigarrillo de marihuana al soldado Tevosian, le había dado un bofetón y lo amenazó con dejarlo para siempre en el grupo de vanguardia. Y aunque el coronel reaccionó con humor ante aquel caso, a Andrei aquello no le gustó nada.

El resto de las habitaciones de aquel piso inmenso estaban vacías. Sólo en la cocina, envuelta hasta la cabeza en unos trapos, dormía la Lagarta; aquella noche la habían dejado extenuada con toda seguridad. De aquellos trapos sobresalían unas piernas escuálidas y desnudas, llenas de manchas y arañazos.

«Otra desgracia que ha caído sobre nosotros — pensó Andrei —. La reina de Shemaján. Zorra asquerosa, que se la lleve el diablo. Puta guarra…» ¿De dónde había salido? ¿Quién era? Balbuceaba confusamente en un idioma incomprensible… ¿Cómo era posible la existencia de un idioma incomprensible en la Ciudad? ¿Por qué razón? Izya la oyó y se quedó asombrado… Lagarta. Fue Izya quien le puso ese nombre. Dio en el blanco, era muy parecida. Lagarta.

Andrei regresó a la habitación de los choferes, levantó la lámpara por encima de su cabeza y, volviéndose hacia el Mudo, le señaló a Permiak. El Mudo se deslizó en silencio entre los que dormían, se inclinó sobre Permiak y lo levantó, poniendo las palmas de las manos sobre sus orejas. Después se irguió. Permiak estaba allí sentado, apoyándose en el suelo con una mano, mientras con la otra se secaba de los labios la saliva que se le había escapado mientras dormía.

Cruzaron las miradas y Andrei señaló con la cabeza hacia el pasillo. Permiak se puso de pie enseguida, con agilidad y sin hacer ruido. Fueron a una habitación libre al final del piso. El Mudo cerró bien la puerta y recostó la espalda en ella. Andrei buscó dónde sentarse. La habitación estaba vacía y se sentó directamente en el suelo. Permiak se agachó frente a él. A la luz de la lámpara, el rostro del hombre, picado de viruelas, parecía sucio, sobre la frente le caía un mechón de cabellos enredados y a través de ellos se veía un tatuaje primitivo: esclavo de Jruschov.

— ¿Tienes sed? — preguntó Andrei, a media voz.

Permiak asintió. En su rostro apareció una familiar sonrisita lujuriosa. Andrei sacó del bolsillo trasero una cantimplora plana que contenía un poco de agua y se la tendió. Lo miró beber, a tragos cortos, avaros, respirando ruidosamente por la nariz, subiendo y bajando la peluda nuez. Enseguida la piel se le cubrió de gotitas de sudor.

— Está tibia… — dijo Permiak con voz ronca, mientras devolvía la cantimplora, ya vacía —. Ah, si estuviera fría, como la del grifo, que delicia.

— ¿Qué le pasa al motor? — preguntó Andrei, guardándose la cantimplora en el bolsillo.

— Una mierda ese motor. — Permiak, con los dedos muy separados, se quitó el sudor de la cara —. Lo hicieron en nuestro taller quién sabe cómo, no alcanzaba el tiempo. Es un milagro que haya aguantado hasta el día de hoy.

— ¿Se puede reparar?

— Sí, se puede. Costará dos o tres días, pero echará a andar. Aunque no por mucho tiempo. Avanzaremos unos doscientos kilómetros, y se quemará de nuevo. Una mierda ese motor.

— Está claro — dijo Andrei —. ¿Y no has visto al coreano Pak conversando con los soldados?

Con un gesto de aburrimiento, Permiak se desentendió de la pregunta. — Hoy — dijo a Andrei al oído pegándose mucho a él —, en la parada para comer, los soldados acordaron no seguir adelante.

— Eso ya lo sé — dijo Andrei, apretando los dientes de rabia —. Dime quién es el cabecilla.

— No he podido descubrirlo, jefe — respondió Permiak en un susurro sibilino —. El más charlatán es Tevosian, pero sólo es un hablador, y además, en los últimos días está colgado desde temprano.

— ¿Qué?

— Está colgado… Quiero decir, fuma y vuela alto… Nadie le presta atención. Pero no logro descubrir quién es el verdadero cabecilla.

— ¿Chñoupek?

— Vaya usted a saber. Quizá sea él. Lo respetan… Parece que los choferes están de acuerdo, quiero decir, en eso de no seguir adelante. El señor Ellizauer no sirve para nada, siempre se está riendo como un cretino, trata de quedar bien con todos, se ve que tiene miedo. Y yo. ¿qué puedo hacer? Me limito a azuzarlos, a decirles que no se puede confiar en los soldados, que odian a los choferes. Nosotros llevamos los vehículos, ellos van a pie. Ellos tienen sus raciones, y nosotros comemos con los científicos. ¿Por qué les íbamos a ser simpáticos? Antes eso funcionaba, pero ahora parece que no. ¿Qué es lo más importante? Pasado mañana es el decimotercer día…

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