Читаем La Ciudad maldita полностью

El destacamento era pequeño, no más de treinta personas. Y su comandante resultaba ser Fritz Geiger, lo que por una parte era bastante molesto, pero por otra era imposible no darse cuenta de que, en la situación reinante, Geiger estaba, por así decirlo, en su puesto, aunque fuera un fascista fugitivo. Como correspondía a un suboficial de la Wehrmacht, soltaba abundantes tacos y no resultaba agradable oírlo.

— ¡Al-linearse! — gritaba para toda la plaza, como si estuviera dirigiendo un regimiento en unas maniobras de infantería —. ¡Oye, tú, el de las pantuflas! ¡Sí, tú mismo! ¡Mete la panza…! Y vosotros, qué pose es ésa, parecéis vacas recién ordeñadas. ¿Cómo, que no tiene que ver con vosotros? Las picas, apoyadas en el suelo. ¡No, en el hombro no, he dicho que en el suelo! ¡Tú, la vieja de los tirantes! ¡Fi-i-ir-mes! Seguidme… ¡De frente, march…!

Echaron a andar sin mucha marcialidad. Enseguida, el que iba atrás le pisó el pie a Andrei, que tropezó, empujó al intelectual con el hombro y éste dejó caer las gafas, que limpiaba por enésima vez.

— ¡Bestia! — le dijo Andrei al de atrás, sin poder contenerse.

— ¡Tenga más cuidado! — chilló el intelectual con voz aflautada —. ¡Por Dios, hombre!

Andrei lo ayudó a buscar las gafas, y cuando Fritz corrió hacia ellos, ahogándose de rabia, Andrei lo mandó a hacer puñetas.

Junto con el intelectual, que no paraba de dar las gracias y tropezar, alcanzaron la columna, caminaron otros veinte metros y recibieron la orden de montar en los transportes. Los «transportes», por cierto, eran un camión, un enorme vehículo para la distribución de mortero de cemento. Cuando subieron, descubrieron que algo chapoteaba y salpicaba bajo los pies. El tío de las pantuflas trepó la baranda con esfuerzo, bajó y anunció, chillando, que no tenía la intención de ir a ninguna parte en ese transporte. Fritz le ordenó que volviera a montar. El hombre, alzando más la voz, dijo que llevaba pantuflas y se le habían empapado los pies. Fritz lo llamó cerdo preñado. El hombre de las pantuflas empapadas no se amilanó y dijo que él en particular no era un cerdo, que posiblemente un cerdo estaría contento de viajar en aquel cenagal, que pedía humildes disculpas a todos los que habían aceptado viajar en aquella pocilga, pero… En ese momento, el latinoamericano bajó del camión, escupió despreciativamente delante de Fritz, metió sus pulgares bajo los tirantes y, sin prisa, se alejó de allí.

Contemplando todo aquello, Andrei se sintió inundado de cierta alegría maligna. No se trataba de que aprobara el comportamiento del hombre de las pantuflas, menos todavía lo que había hecho el latinoamericano, no había dudas de que ambos habían demostrado una carencia total de compañerismo, como verdaderos pancistas, pero le resultaba curioso saber qué haría en ese momento nuestro suboficial derrotado y cómo saldría de la situación creada.

Andrei se vio obligado a reconocer que el suboficial derrotado salió de la situación con honor. Sin decir palabra, Fritz giró sobre el tacón y saltó al estribo del lado del chofer.

— ¡En marcha! — ordenó. El camión echó a andar, y en ese instante conectaron el sol.

Manteniendo el equilibrio con dificultad y agarrándose a los que tenía al lado. Andrei torció el cuello para contemplar cómo se encendía el disco violeta en su lugar acostumbrado. Al principio tembló, como si tuviera pulsaciones, se hizo cada vez más brillante, se volvió naranja, amarillo, blanco, después se apagó un instante y al momento se encendió a toda potencia, y ya fue imposible mirarlo directamente.

Comenzaba un nuevo día. El cielo, totalmente negro y sin estrellas, se volvió de un azul turbio y estival, comenzó a soplar un viento ardiente como el del desierto, y la ciudad surgió como de la nada, brillante, multicolor, cruzada por sombras azuladas, enorme, ancha… Los pisos se amontonaban unos sobre otros, los edificios asomaban por encima de otros edificios, todos diferentes entre sí, y se hizo visible la Pared Incandescente, que se elevaba al cielo por la derecha, mientras por la izquierda, en los espacios entre los tejados, surgió un vacío azul, como si el mar estuviera allí, y al momento surgieron las ganas de beber. Muchos, por hábito, miraron el reloj en ese momento. Eran las ocho en punto.

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