Читаем La Ciudad maldita полностью

Los babuinos, que se habían callado, al sentirse seguros comenzaron de nuevo a intercambiar réplicas, rascarse y hacer el amor. Los más descarados bajaban un poco y hacían muecas para provocar. Andrei volvió a ver al colinegro: estaba al otro lado de la calle, encaramado sobre una farola y retorciéndose de risa. Un hombre que parecía griego, pequeñito y muy moreno, con aspecto amenazador, caminó hacia la farola. Tomó impulso y, con todas sus fuerzas, lanzó la barra de hierro contra el colinegro. Hubo un estruendo, trozos de cristal volaron por los aires, el colinegro asustado se elevó casi un metro y estuvo a punto de caer, pero logró agarrarse con la cola, volvió a su pose anterior y, curvando la espalda, le soltó un chorro de excrementos líquidos al griego. Andrei estuvo a punto de vomitar y se volvió: el chorro le había dado de lleno al hombre, era imposible pensar en otra cosa. Caminó hacia Fritz. — ¿Qué vamos a hacer? — preguntó.

— El diablo sabrá… — respondió Fritz con rabia —. Si tuviera un lanzallamas…

— Podríamos traer ladrillos — propuso un jovenzuelo, con el rostro lleno de granos —. Soy de la fabrica de ladrillos. Podemos ir en el camión; en media hora estaremos de vuelta.

— No — dijo Fritz, autoritario —. Los ladrillos no sirven. Destrozaremos todos los cristales, y después, con esos mismos ladrillos, ellos nos… No, haría falta un poco de pirotecnia. Cohetes, petardos… ¡Si tuviéramos diez balones de fosgeno!

— ¿De dónde vamos a sacar petardos en la ciudad? — pronunció una voz de bajo en tono despectivo —. Y con respecto al fosgeno, prefiero a los monos…

Los hombres comenzaron a congregarse en torno al jefe. El único que permanecía lejos era el griego moreno, que se lavaba en una boca de riego mientras soltaba tacos a granel.

De reojo, Andrei miraba como el colinegro y sus compinches se acercaban sigilosamente al tenderete. Aquí y allá, en las ventanas de los edificios, comenzaron a aparecer rostros de habitantes locales, mayoritariamente de mujeres, pálidos por el terror vivido y rojos de excitación.

— ¿Qué hacéis ahí parados? — gritaban, irritadas, por las ventanas —. Echadlos de aquí, hombres… Mirad cómo desvalijan el tenderete… Hombres, ¿qué esperáis? ¡Tú, el rubio! ¡Ordena hacer algo, eh! ¿Por qué estáis ahí tiesos como postes? ¡Mis niños lloran! ¡Haced algo para que podamos salir! ¡Y se dicen hombres! ¡Se han asustado ante unos monos!

Los hombres miraban a su alrededor con aire sombrío. La moral estaba por los suelos.

— ¡Los bomberos! Hay que llamar a los bomberos — insistía el de la voz de bajo despectiva —. Con escaleras, con mangueras.

— No tenemos tantos bomberos.

— Los bomberos están en la calle Mayor.

— ¿No podríamos preparar antorchas? ¡Quizá el fuego los asuste!

— ¡Rayos! ¿A quién se le ocurrió quitarle las armas a la policía? ¡Que se las devuelvan!

— ¿Y no sería mejor que regresáramos a casa, colegas? Cada vez que pienso que mi esposa está sola en este momento…

— No diga tonterías. Todos tienen esposa. Esas mujeres también son esposas de alguien.

— Exactamente…

— ¿Y si subimos a las azoteas? Desde allí podríamos, digamos…

— ¿Con qué los vas a empujar, idiota? ¿Con tu lanza?

— ¡Asquerosos! — gritó de repente, con odio, el de la voz de bajo despectiva, corrió unos pasos y lanzó su barra de metal contra el sufrido tenderete; perforó la pared de aglomerado, la pandilla del colinegro lo miró sorprendida, y al momento volvieron a meter mano al barril de pepinillos y a los sacos de patatas.

Las mujeres se echaron a reír en las ventanas, burlándose del tipo.

— Pues, sí — dijo otro, como meditando en voz alta —. En cualquier caso, con nuestra presencia los mantenemos aquí, les impedimos seguir actuando. Eso está bien. Mientras estemos aquí, no se atreverán a continuar su avance en profundidad…

Todos comenzaron a mirar a su alrededor y a murmurar. Al instante hicieron callar al que intentaba razonar. En primer lugar, se veía que los babuinos continuaban su avance en profundidad sin prestar atención a la presencia de aquel prodigio de raciocinio. Y, en segundo, en caso de que los monos no avanzaran, ¿qué pretendía, pasar la noche allí? ¿Vivir allí? ¿Dormir allí? ¿Orinar y defecar allí?

En ese momento se escuchó el lento golpear de unos cascos, el chirrido de un carretón, y todos callaron y miraron calle arriba. Por el pavimento se aproximaba sin prisa un carro tirado por dos caballos, sobre el cual dormitaba, sentado de costado y con las piernas colgando por fuera, un hombre corpulento que vestía una guerrera militar desteñida del ejército ruso, unos pantalones de algodón, de uniforme, también desteñidos y ceñidos a las pantorrillas, y que calzaba unas gruesas botas de piel sintética. La cabeza inclinada del hombre estaba totalmente cubierta de cabellos castaños en desorden, y sostenía con indolencia las riendas en sus enormes manos quemadas por el sol. Los caballos (uno tordo y el otro bayo) avanzaban sin prisa y al parecer también dormían sobre la marcha.

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