Un escaparate rajado se derrumbó con estruendo en el edificio de enfrente. Andrei, sorprendido, retrocedió de un salto, pero recobró el control enseguida, se mordió el labio y llevó una bala a la recámara del fusil. «El diablo me ha traído a este sitio», dijo para sus adentros en un lugar recóndito de la conciencia.
El mazo seguía acercándose, y era imposible detectar de dónde venía, pero los golpes eran cada vez más fuertes, más sonoros, y en ellos se percibía una autoridad indoblegable e ineludible. «Los pasos del destino», le pasó por la cabeza a Andrei. Confuso, se volvió y buscó con la vista al Mudo. La sorpresa lo estremeció. El Mudo se recostaba con un hombro en la pared, y absorto en su tarea, se cortaba la uña del meñique de la mano izquierda con el sable de campaña. Su expresión era de total indiferencia, de aburrimiento incluso.
— ¿Qué haces? — preguntó Andrei con voz ronca —. ¿A qué te dedicas?
El Mudo lo miró, asintió con la cabeza y siguió cortándose la uña.
Andrei, paralizado como en una pesadilla, contemplaba aquella escena delirante. Pero sabía que no se trataba de un delirio. La estatua era como todas, una absurda estructura metálica, cubierta por una costra o un óxido negro, erigida en un lugar absurdo… Su silueta temblaba y oscilaba en el aire caliente que subía del pavimento, igual que las siluetas de los edificios más lejanos de la calle.
Andrei sintió una mano en el hombro y miró atrás. El Mudo sonreía y movía la cabeza como tratando de tranquilizarlo. De nuevo, se oyó el sonido en la calle:
Entonces, Andrei apartó al Mudo, y con piernas que estaban a punto de traicionarlo, subió corriendo las escaleras hacia el lugar donde seguían zumbando las voces como si nada.
— ¡Basta! — gritó, irrumpiendo en la biblioteca —. ¡Larguémonos de aquí!
Estaba totalmente ronco y no lo oyeron. O quizá sí, pero no le prestaron atención. Estaban ocupados. El recinto era enorme, se perdía a lo lejos quién sabe dónde, las estanterías llenas de libros amortiguaban los sonidos. Uno de los estantes había caído, los libros formaban un montón en el suelo, y allí estaban Izya y Pak revisándolos, muy alegres, animados, satisfechos, sudorosos. Andrei pisoteó los tomos, llegó junto a ellos, los agarró por el cuello de la camisa y los hizo levantarse.
— Vámonos de aquí — dijo —. Ya basta. Vámonos.
Izya lo miró con ojos turbios, se soltó de un tirón y al momento volvió en sí. Sus ojos examinaron a Andrei de pies a cabeza.
— ¿Qué te pasa? — preguntó —. ¿Ha ocurrido algo?
— No ha ocurrido nada — dijo Andrei con rabia —. No sigáis registrando este sitio. ¿Adonde queríais ir? ¿Al panteón? Pues vamos al panteón.
Pak se revolvió con delicadeza y tosió, para que Andrei le soltara el cuello de la camisa.
— ¿Sabes qué hemos hallado aquí? — empezó a decir Izya con entusiasmo, pero se interrumpió —. Oye, ¿qué ha pasado?
Andrei había logrado serenarse. Todo lo ocurrido allá abajo parecía totalmente absurdo e imposible aquí, en este salón severo y sofocante, bajo la mirada indagadora de Izya, junto al correcto e imperturbable Pak.
— No podemos emplear tanto tiempo en un objetivo — dijo, frunciendo el ceño —. Tenemos un día nada más. Vámonos. — ¡Una biblioteca no es un objetivo habitual! — replicó Izya al instante —. Es la primera que hemos encontrado en todo el recorrido. Oye, estás muy pálido. ¿Qué es lo que ha pasado?
Andrei seguía sin decidirse a contarlo. No sabía cómo.
— Vámonos — gruñó, se volvió y echó a andar hacia la salida, pisoteando los libros.
Izya lo alcanzó, lo agarró del brazo y siguió caminando a su lado. El Mudo, en la puerta, se apartó para dejarlos pasar. Andrei seguía sin saber cómo empezar. Todos los comienzos y todas las palabras parecían idiotas. Después, recordó el diario.
— Ayer me leías un diario… — logró decir, mientras bajaban las escaleras —. El diario de ese… del que se ahorcó.
— ¿Sí?
— ¡Pues sí!
— ¿Rizos? — Izya se detuvo.
— ¿Es posible que no oyerais nada? — dijo Andrei, desesperado.
Izya negó, sacudiendo la barba de un lado a otro.
— Seguro que nos distrajimos — respondió Pak en voz baja —. Estábamos discutiendo.