«Y aquí, ¿adonde vamos? ¿A la izquierda, a la derecha? Ah, sí, perdón… Entonces, es así. En primer lugar, la grandeza — pensó mientras caminaba presuroso por el pasillo totalmente a oscuras —. Ah, esto es otra cosa. Una alfombra. ¡Bien pensado! Pero no se les ocurrió colgar unos candiles. Siempre les pasa lo mismo: o cuelgan algunas lámparas, a veces hasta un reflector, o como ahora… Así funciona la grandeza.
«Y hablando de grandeza, recordamos los denominados grandes nombres. Arquímedes. ¡Perfectamente! Siracusa, eureka, el baño… quiero decir, la bañera. Desnudo. Qué más. ¡Atila! ¡El dux veneciano! Quiero decir que pido perdón: Otelo es el dux veneciano, Atila es el rey de los hunos. Ahí cabalga. Mudo y sombrío, como una tumba. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos. ¡Pedro! Grandeza. El grande. Pedro el Grande. Primero. Pedro II y Pedro III no fueron grandes. Muy posiblemente porque no fueron el primero. Con mucha frecuencia, primero y grande resultan ser sinónimos. Aunque… Catalina II, la Grande. Segunda, pero de todos modos grande. Es importante señalar esa excepción. Nos encontraremos frecuentemente con excepciones de ese tipo, que, por así decirlo, sólo ratifican la regla.»
Entrelazó con fuerza los dedos a la espalda, apoyó la barbilla sobre el pecho y, mordiéndose el labio inferior, caminó varias veces adelante y atrás, rodeando el taburete. Después, lo apartó con el pie, apoyó los dedos sobre la mesa y, juntando las cejas, miró por encima de las cabezas del auditorio.
La mesa estaba totalmente vacía, cubierta de zinc, y se extendía delante de él como una carretera. No se veía el otro extremo, en la niebla amarillenta temblaban, agitadas por la corriente de aire, las llamitas de las velas. Andrei pensó con momentánea tristeza que aquello no era correcto, rayos, que alguien debería tener la posibilidad de ver qué había al final de la mesa. Era más importante ver aquello que… «Por cierto, eso no es asunto mío.»
Examinó aquellas filas distraído y con expresión condescendiente. Estaban allí sentados, en silencio, a ambos lados de la mesa, con sus rostros atentos vueltos hacia él, de piedra, de hierro, de cobre, de oro, de bronce, de yeso, de jade… todos los tipos de rostros que suelen tener. Por ejemplo, de plata. O, digamos, de malaquita… Sus ojos ciegos eran desagradables, y en general, qué podía ser agradable en aquellos torsos enormes, cuyas rodillas asomaban uno o dos metros por encima de la mesa. Al menos estaban en silencio, no se movían. En ese momento cualquier movimiento resultaría insoportable. Andrei percibía con placer, con lujuria incluso, cómo transcurrían los últimos momentos de una pausa maravillosamente pensada.