Читаем La Ciudad maldita полностью

— Más tarde — dijo, después de mirarlo, y siguió adelante. La escalera comenzaba a oler mal. En general, nunca había olido bien, pero había aparecido un nuevo hedor, y al bajar otro piso, descubrió la causa.

— Van tendrá que trabajar un poco más — dijo Andrei —. En este momento, lo peor es trabajar de conserje. ¿De qué trabajas ahora?

— De viceministro — respondió Otto, sin entusiasmo —. Llevo tres días en el cargo.

— ¿De qué ministerio? — se interesó Andrei.

— Del de formación profesional.

— ¿Es duro?

— No entiendo nada — dijo Otto, con tristeza —. Muchísimos papeles, informes, resoluciones, plantillas, presupuestos… Y allí nadie se entera. Todos andan corriendo de un lado para otro, todos preguntan… Espera, ¿adonde vas? — A la tienda.

— No. Vamos a la de Hofstatter. Es más barata, y como es alemán…

Fueron a la de Hofstatter, que en la esquina de la calle Mayor y la calle de la Antigua Persia tenía un establecimiento, mezcla de tienda de verduras y de ultramarinos. Andrei había estado allí un par de veces y se había marchado con las manos vacías. Había poco donde escoger y al parecer el propio Hofstatter elegía a sus clientes.

La tienda estaba vacía, y en los estantes se veían filas interminables de latas idénticas, que contenían rábano picante rosado. Andrei fue el primero en entrar.

— Voy a cerrar — dijo Hofstatter levantando su rostro abotagado y pálido de la caja.

Pero en ese mismo momento entró Otto, enganchando la cesta en el picaporte, y el rostro hinchado y pálido del tendero se iluminó con una sonrisa. El cierre de la tienda quedó pospuesto, claro. Otto y Hofstatter se perdieron en las entrañas del establecimiento, y al instante se oyó el sonido de cajas que se desplazaban, patatas que eran echadas en la cesta, tarros de vidrio que se iban llenando y voces que hablaban en murmullos.

Andrei echó una mirada a su alrededor. Sí, el comercio privado del señor Hofstatter ofrecía un espectáculo deplorable. La balanza, como era de esperar, no había pasado el control preceptivo, y la higiene era menos que satisfactoria.

«Por cierto, eso no es asunto mío — pensó Andrei —. Cuando todo funcione correctamente, los tíos como Hofstatter desaparecerán. Se puede decir que en el momento actual están ya a punto de desaparecer. En todo caso, no pueden dar servicio a todos. Qué buen camuflaje, ha puesto latas de rábano picante por todos lados. Habría que mandarle a Kensi. Nacionalista de mierda, vaya mercado negro que ha armado aquí. Sólo para alemanes.»

— ¡El dinero! — dijo Otto, en un susurro, saliendo de la trastienda.

Presuroso, Andrei le entregó un bulto de billetes arrugados. Otto, con no menos prisa, sacó varios billetes del montón, le devolvió el resto a Andrei y se perdió de nuevo en la trastienda. Un minuto después apareció tras el mostrador con la bolsa de malla y la cesta en las manos, ambas llenas a rebosar. A sus espaldas apareció el rostro de Hofstatter, semejante a una luna llena. Otto sudaba y no dejaba de sonreír.

— Vengan por aquí, jóvenes — repetía Hofstatter, bonachón —, vengan, me encanta ver alemanes auténticos… Me saludan en especial al señor Geiger… Para la semana que viene, me han prometido traer un poco de carne de cerdo. Díganle al señor Geiger que le reservaré tres kilos…

— Sin falta, señor Hofstatter — respondió Otto —. Y no olvide, por favor, hacerle llegar nuestros respetos a Elsa, en nombre de todos, y en especial del señor Geiger…

Hablaban a dúo, y aquel zumbido prosiguió hasta la misma puerta, donde Andrei le quitó de las manos a Otto la bolsa de malla, llena de zanahorias hermosas y limpias, remolachas firmes y cebollas blancas: entre ellas asomaba el cuello de una botella cerrada con un tapón, y encima, saliendo a través de la malla, había apio, acelgas, cilantro y perejil.

Cuando doblaron la esquina, Otto dejó la cesta sobre la acera, sacó un gran pañuelo a cuadros y, jadeando, se puso a enjugarse la cara.

— Espera… Descansemos un momento — dijo, en voz baja.

Andrei encendió un cigarrillo y convidó a Otto.

— ¿Dónde han comprado esas zanahorias? — preguntó al cruzarse con ellos una mujer vestida con un abrigo masculino de cuero.

— Se terminaron — respondió Otto con apresuramiento —. Éstas eran las últimas. Ya cerraron… Ese diablo calvo acabó con mi paciencia… — le contó a Andrei —. Ya no sé ni qué le he dicho. Cuando Fritz se entere, me va a arrancar la cabeza… Ni siquiera me acuerdo de qué le he prometido.

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