Читаем La Isla de los Jacintos Cortados полностью

2. – Te llevé con la palabra más liviana, con la voz más reposada, a aquella quinta que poseyó el señor cónsul de Inglaterra en el extremo llano del monte Cos, que no lo es en el sentido tectónico, cimas y valles, sino sólo porque, fuera de lo que encierra el muro de la finca, no hay más que esa maleza rala que se agarra para aguantar a las mismas arenas que trae el viento terral cuando sopla hacia el desierto. Muy cerca quedaba ya el Arrabal, y la finca de Algernon cae dentro de su demarcación. Pues bien pudiste verla, porque no había nadie en el jardín, que era enteramente artificial, macetas y macetas, y un arriate de pitas todo a lo largo del muro, que lo cierra por todas partes y le da un aire recoleto, que sugeriría la memoria de un convento si las varias estatuas antiguas, desnudas y las más obscenas, no lo estorbasen. Estaban puestas de modo que destacase el mármol, en templetes, bajo arcadas, si no era la de una mujer que no hay por qué tener por Venus, que, encaramada a un plinto, resaltaba contra el cielo. Tenía debajo una alberca, y también se miraba en ella, y se repetía, claro, para quien alcanzase el punto de mira conveniente. Las flores eran todas las del mediodía, de fuerte aroma: nardos, rosas, azucenas, claveles y alhelíes, que traían el aire transido, y es de suponer que la tierra de los tiestos la habría acarreado el señor de algún lugar del continente, y que la renovaría al menos cada dos años, digo. El suelo, de ladrillo rojo puesto de canto, con algunos espacios previstos para hierbas que no habían crecido. Los restos de cerámica antigua los habían colocado a lo largo de los muros, con orden a la vez decorativo y didascálico, etapas de un camino que el propietario recorrería con el amigo visitante, al que iría mostrando grandes fragmentos o piezas reconstruidas, y explicando los temas mitológicos, militares o fuertemente eróticos. ¿Recuerdas, un par de horas después, cómo reían las damas, respaldadas, defendidas y garantizadas por casi tres mil años de subsuelo? También tú las recorriste y examinaste, aunque como ya iniciada, algo semejante a esto lo tengo visto en Filadelfia, algo así lo tengo visto en París; y te ruborizaste ante algunas escenas, y llegaste a decir que creías que aquellas prácticas eran de invención moderna. «¡En tal materia, Ariadna, no hemos inventado nada, ni queda ya qué inventar! Fíjate tú, los griegos del siglo VII eran ya duchos!» Y más te dije al respecto, ya no recuerdo qué, acaso una referencia rápida a la contribución indochina al erotismo universal. Pero fue el caso que tú te divertiste con aquellos cacharros, en cuyas panzas artistas de tu raza habían tomado nota de lo visto alrededor. Me hubiera gustado saber si el bujarroncete aquél, que vendió a Ascanio el barquito en botella, te acuerdas, había estado alguna vez en el jardín del cónsul, con intención quizá de cotejar colecciones. Pero, recuerda, ya no quedaba tiempo para esas curiosidades. En seguida llegaron criados y empezaron a componer una mesa debajo de un cenador; la cubrieron de manteles de lino irlandés, loza de Francia y cristales de Venecia. La plata probablemente la había traído de su tierra el anfitrión, y al mismo tiempo que polimorfa era alusiva a objetos y prácticas sexuales variadas, muestras de la fantasía anglosajona, con algo de adornos rúnicos en la composición del conjunto y, por supuesto, de los detalles. En un momento de la conversación, algo más tarde, explicó Smith que un artífice la había hecho de encargo, aquella cubertería, para la emperatriz Catalina de Rusia, pero que se quedó con ella por muerte de la destinataria, y que después de haber pasado por un par de ilustres manos, había llegado en secreto a las del dueño actual. Las damas investigaron los rincones grabados; descubrieron entre los lazos los sexos de un bando y otro, aislados o en su sólida combinación, pero también inesperados ayuntamientos, si no tan variados como los de las cerámicas, algo más refinados, y con visible intención obscena, como procedentes que eran de ámbitos puritanos. Las damas rieron. Tú protestaste de las risas: me permito recordarte que, antes que ellas, habías examinado con verdadera curiosidad cuchillos y tenedores, y que el envés de las cucharas te levantara el rubor, pero sin pasar de ahí. Ariadna, ¡lo ignoras todo!;Y piensas, con tu escaso saber, reintegrar a Claire a la virilidad?

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