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«¡ Al a-bor-da-je!»


Que sonó como un trueno, prolongado, arrastrado, de contornos rotos, de desflecados ecos; un trueno que conmovió a la gente que cubría las vergas, que les hizo aullar ferozmente y saltar al convés enemigo, a las jarcias, a las cofas, a la mastelería, y desde allí disparar, romper, tajar, herir, matar. Empezaba a declinar la tarde; la llenó poco a poco, en oleada creciente, el rumor espantoso de la pelea; el humo empezó a ensuciar la transparencia del aire: ardían velas mayores, cuchillos y papahígos; estallaban obenques y saltaban costados en astillas. Antorchas encendidas (¿de dónde habían salido?) cruzaban el espacio como estrellas y extendían el incendio aquí y allá. Se quebró un palo de mesana y cayó al mar, arrastrando a la gente y al fuego que lo quemaba. A una bandera la había perforado una bala; otra, rasgada, penduraba del asta. Y un castillo de popa, francés, mandaba al cielo las llamas en que se consumían los símbolos republicanos. ¡Ay, las bellas fragatas, las elegantes, las poderosas! ¡Ay, la valerosa marinería, gente de Brest, del Havre, de Saint Malo, viejos piratas, hermanos de la costa ahora al servicio de la Igualdad, de la Libertad y de la Fraternidad! Mucho gritaban, pero más algarabía armaban las monjitas ebrias de pólvora; armadas, algunas de ellas, de machetes sin dueño, saltaban también a las cubiertas enemigas y rajaban, herían, mataban, etc. «¡Muera la República Francesa!», gritaban enardecidas, y también «¡Viva el Papa de Roma!». Y todo el mundo ponía la voz en el cielo, o, por lo menos, un poco más arriba de las perillas: los asaltantes, de júbilo; los asaltados, de dolor. El almirante francés yacía en la cubierta, derribado. A un comandante la faltaba una pierna; a otro un brazo. Pedazos de oficiales aquí y allá, bicornios y casacas vacíos, y no digamos culottes de los sin. No había quien mandase, en el campo francés: todo iba manga por hombro, cada vez más, igualados por fin en la derrota el ciudadano comandante y el ciudadano serviola, de modo que los tratos de rendición los tuvo que firmar un contramaestre debidamente autorizado, se supone, por el gobierno de la República. Si el júbilo calló, cansado, no así el dolor. Las monjas dejaron de gritar y empezaron a curar a los heridos: para no manchar los hábitos, remangaban las faldas, y dejaban al aire calzones de grueso lino, ásperos al tacto. Las lanchas recogían del mar enrojecido a muertos y a mutilados; botes y esquifes, a los que no sabían nadar y no se habían ahogado aún. Un fraile con los hábitos ardiendo saltó de un barco a otro, de un mesana a un mayor, ¡zas!, por el aire, como una mariposa con todo el sol en las alas; penetró por una escotilla abierta, y un momento después la santabárbara estallaba y los hábitos del fraile volaban hasta allá arriba. «¡Qué imbécil, el fraile ese! ¡Nos ha dejado sin un barco, sólo por el gusto de volar!» Pero esto seguramente no era lo cierto, y, a lo mejor, la pólvora había estallado antes de que pudiese llegar a ella el fraile. Eso ya no podrá saberse nunca, pero sí fue cierto que se vieron los hábitos como un meteoro raudo que alumbrase la tarde ya cadente. En realidad, no es costumbre que los frailes vuelen, menos así, ni aun en caso de guerra, y siempre habrá quien lo encuentre mal, poco ejemplar: personas de ésas disconformes con todo, incapaces de comprender los casos particulares, de perdonar a un fraile que de pronto experimente nostalgias de una guerra en la que no estuvo nunca, y, lo que es más arriesgado, de ascender por un cielo que no surcó jamás. Lo de los hábitos ardiendo fue seguramente un imprevisto, pero, como sucede con algunas obras de arte, lo que no estaba en el plan es lo que resulta bien: porque la Historia registra casos de gente quemada, por ejemplo en la hoguera, o en otras circunstancias de fuego, casual o preparado, pero eso de volar ardiendo estaba reservado sólo a los bólidos y a otra clase de fenómenos celestes, y este fraile debe de ser el primero que se recuerda de fraile volátil e incandescente, que eso era, o parecía: de ahí su relevancia y ejemplaridad, como que en la plaza mayor de La Gorgona puede verse aún hoy, si bien bastante gastada, una lápida que conmemora el suceso. A pesar de lo cual, la cuestión esta del fraile no está del todo dilucidada, y todavía en La Gorgona hay partidarios del sí y partidarios del no, y como en otras partes en derechas y en izquierdas, allí se dividen ahora por su opinión sobre el vuelo del fraile, y se vota según. A mí, no es que me guste meterme en cosas que no me atañen, pero, ¿no tenía el fraile edad suficiente para saber lo que hacía y responsabilizarse de sus actos? ¿Y para qué juzgarlos, cuando está escrito «No juzguéis si no queréis ser juzgados»? Que es lo que yo digo, aunque no sea original…

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