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Por lo pronto, aquel navio potente llevaba escrito el nombre de La Gorgona en varios sitios del casco; pero, además, la bandera no dejaba lugar a dudas. Era un barco bonito, caray, daba gusto mirarlo: de tamaño mayor que los corrientes, como copiado a escala superior, y el módulo de las proporciones más correspondía a gigantes que a hombres, quizá a gigantes por la estatura moral tan sólo, lo cual no dejaba sin embargo de causar incomodidades, sobre todo al subir y bajar las escaleras; pero la gente lo recorría con entusiasmo tal que no se daba cuenta de aquellas dificultades. Los mástiles eran finos y cimbreantes, y el color de las velas tiraba un poco a rosado, aunque acaso se debiera el color a algún efecto óptico, pues no se sabe que un velamen rosado se haya usado jamás, al menos en navios de guerra. Estaban las maderas con el barniz reciente, relucían los bronces, y la campana del puente parecía sonar por vez primera, aunque no así la trompeta, algo cascada como pudo oírse en seguida, cuando tocó a babor y estribor de guardia. Hubo carreras, saltos y algún que otro encontronazo, pero en menos que canta un gallo quedó todo el mundo en su puesto. Otra vez ¡tararí!, y los tambores: como un eco se oyó en seguida, a bordo de las fragatas francesas, un toque similar. El choque era inminente. Desde el puente de mando, la bocina llevó hasta los rincones del barco, hasta las lejanías de las bodegas y de los sollados, la voz de Aldobrandini: «Ciudadanos de La Gorgona, el general Della Porta espera que cada uno cumpla con su deber». Le respondió un ¡Hurra! proferido por varios miles de gorjas. «Ciudadanos de La Gorgona, no os importe morir; hombre o mujer, tocan a seis por puesto.» La abadesa de las monjitas de Santa Clara advirtió que, en reserva y de pie, esperaban las madres de San Bernardo, con su abadesa al frente, y no le hizo ninguna gracia que a sus posibles muertas les fuesen a sustituir aquellas cursis. «Ciudadanos de La Gorgona, que todo el mundo obedezca, y la victoria será nuestra.» Después, Aldobrandini ordenó que enviasen al almirante enemigo el siguiente mensaje: «Tirez les premiers, messieurs les français»

. E hizo un saludo con el sombrero de copa (cuando debiera haberlo hecho con la espada, como mandan el honor y la costumbre. Mas, ¡oh!, Aldobrandini carecía del derecho a llevar espada, por lo cual durante toda su vida, había advertido que le faltaba algo del lado izquierdo). Desde un punto lejano, pero visible, un almirante le devolvió el saludo. Pero no se escuchó la voz de mando, ni un solo cañonazo atronó la mar tranquila. La Gorgona hendía las aguas azules, partía en dos las ondas menudas y juguetonas: apuntaba aquella proa afilada al espacio libre entre el
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y el Republique. Las banderas francesas transmitían mensajes urgentes, órdenes inapelables. Las dos fragatas centrales mantuvieron la posición y el rumbo; las de las alas maniobraron hasta situarse detrás, en columna de a dos. «¡Han caído en la trampa!», dicen que murmuró Ascanio, lo dice quien podía oírle, y también que dio la orden de que trepasen los gavieros a las vergas, aunque armados, pero poco visibles, y de que ocupasen las amuras los infantes de marina, los fusiles cargados, pero sin asomar los tricornios. Las primeras fragatas llegaban a la altura de La Gorgona: de pie los artilleros, las mechas encendidas, esperaban en los puentes la orden de fuego, y, mientras la orden llegaba, empezaron a insultar: las monjas mentaban a los franceses toda su parentela, aunque siguiendo el orden de un árbol genealógico, y los franceses reían de aquellas artilleras que armaban tanto ruido, y les enviaban recados soeces, algunos reducidos a gestos y ademanes. Pero, sin duda, la lengua italiana es más rica que la francesa en palabrotas e insultos, de modo que las monjitas apabullaron, en esto, al enemigo. Pronto las dos fragatas delanteras rebasaron el navio, y fue en este momento cuando Ascanio dio la orden de arriar el velamen y de virar en redondo, hasta lograr que el barco permaneciese en el mismo lugar con la proa al revés, como en rumbo cambiado. La gente quedó estupefacta, estaba muda de asombro y decepción, y el enemigo mostraba también su sorpresa, al menos así lo daban a entender los abundantes catalejos apuntados a La Gorgona y a su puente de mando. El almirante francés ordenó aproximarse. Pronto los cuatro buques de la Revolución rodearon el navio del Orden, por el NO, por el NE, por el SE y por el SO. Lentamente se aproximaban con ese ruidito del agua que hacen los barcos cuando se dejan llevar por la marea. Llegaron a rozarse los cascos, a besarse los vientres panzudos. Ascanio, entonces, mandó con voz potente: «¡Fuego!»: a babor y a estribor, a la artillería v a la infantería, y con las actitudes que conocemos, que podrás recordar (aquella tarde lejana, en el castillo, junto a los maniquíes), curvó el torso, arrojó el sombrero al aire y gritó: «¡Al abordaje!».

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