No te he hablado del tiempo. Lo voy a hacer ahora después de que hayas comido, cuando me digas que te apetece escuchar música, Vivaldi o Monteverdi, de esa que organiza el espíritu y que hace bailar el alma. O también es posible que cojas la guitarra y me cantes uno de esos poemas de Kavafis a los que puso música un candiota amigo tuyo. Me da igual, pero, si tuviera que elegir, te pediría que cantases, porque prefiero tu voz al violoncelo. Voy a hablarte del tiempo, y para eso he de referirme al Gran Copto, y antes que a él, a Ashverus, porque el uno trae al otro, porque el uno vino por el otro, con otros más, místicos todos y misteriosos, y al que busqué y hablé también durante uno de mis últimos viajes, cuando ya me inquietaba lo de Claire y los libros no respondían a mis preguntas. Acerca de esas amistades que tú ignoras, tengo algunas notas en mis papeles, y a lo mejor hablo de ellas un día, al margen de lo nuestro y del asunto de Claire, quiero decir, en otro de mis cuadernos; pero el Gran Copto pertenece a éste por derecho propio, como en seguida entenderás. En otro lugar y tiempo, aunque no muy lejanos, conté los términos de mi encuentro, una tarde, en Nueva York, con el Judío Errante. No sé de nadie que lo haya comentado, ni en privado ni en público, para extrañarse o para reírse, y estoy por sospechar que poca gente habrá leído las páginas en que lo cuento, de las autobiográficas precisamente, y no de amena invención: pues de no ser así, de haber sido relativamente conocidas, ¿cómo no iba a existir un lector lo bastante inteligente, lo bastante sensible como para detenerse en el hecho, como para interrogar al protagonista, o, de no creerlo tal, al narrador? Pero es el caso que jamás me preguntaron por Ashverus, hasta el punto de haberme hecho creer que la memoria de su nombre se haya perdido, pues no quiero pensar que se interprete el mío como relato fantástico, cuando no como invención burlona, de las que no pueden recibirse con la apetecida seriedad, sino con la irritación o la repulsa que reclama la mentira. Me veo, pues, precisado a repetir, aunque con menos palabras, que Ashverus y yo nos encontramos en un café de Nueva York una tarde de estío, y que en aquel momento se inició una curiosa amistad que aún mantenemos, aunque no ya como antaño, trato frecuente de entrevistas y demorados coloquios, sino de recados periódicos o de noticias indirectas que me llegan desde alguna parte del globo: Salisbury o Valparaíso, pues insiste en su oficio de procurar la paz allí donde se altera. Su última misiva rezaba textualmente:
y la tarjeta trae el matasellos del Callao.