No esperaba la menor relación de Ashverus con el libro de Claire ni con el tema de Napoleón. Ashverus no escribe historia: la viene haciendo desde hace aproximadamente dos mil años: de las maneras más peregrinas, en los lugares menos sospechados y siempre bajo nombres de los que nadie pudiera imaginar que encerrasen un gato. Si lo menciono aquí, si lo traigo a colación, es porque gracias a él conocí y traté en Nueva York a personas, frecuenté círculos, acerca de los que las policías suelen estar mal informadas, pero que no por eso dejan de tener su importancia, al menos para mí. Claro está que Nueva York, según alguna vez convinimos, es una de las ciudades peor conocidas del mundo, precisamente porque abunda la gente que presume de llevarla en la cabeza como un mapa, y que con el resultado de su experiencia escribe novelas o libros de sociología. Sucede por ejemplo que los hombres verdaderamente raros, esos que escapan a toda clasificación así como a las concepciones racionales, excluidos poco a poco de otros lugares donde va siendo difícil disimularse e ir tirando, han ido convergiendo en Nueva York, donde serían buscados si practicasen la antropofagia ritual o la poligamia, si negociasen descaradamente en la trata o en la droga; pero un inventor de religiones (pongo por caso frecuente), ¿a quién inquieta? ¿Y quién osa tomar en serio a cualquiera que se confiese inmortal? Así fue posible, así lo es todavía, que el que se llama a sí mismo Enoch, y asegura ser el de la Biblia, plante diariamente su tenderete y su bandera estrellada en una acera de la calle Cuarenta y Tres, casi esquina a la Quinta, y después de declarar que el Señor lo arrebató a los Empíreos hace unos cuantos siglos y que allá arriba permaneció vivo entre los santos y como quien dice en reserva, revele que viene ahora a la tierra para anunciar el fin del mundo, que llegará en un verdadero periquete, que está como quien dice al volver la esquina el siglo en que duramos, y a predicar en consecuencia el arrepentimiento y la penitencia. Del mismo modo, en un lugar no lejano al café en que nos conocimos Ashverus y yo, en un bajo chiquito de un edificio enorme, el que dice llamarse Elias v vende libros antiguos, a poca confianza que se tenga con él, cuenta a quien quiera escucharle lo del carro de fuego que le llevó por los aires: pues alguien me aseguró que uno y otro se encuentran cada día en un figón hebreo, y que hablan y no terminan de su experiencia en el Paraíso. A nadie impiden que se acerque, de nadie se recatan cuando hablan y, sin embargo, no les entiende nadie, y no porque hablen en una lengua arcaica, sino por referirse a un mundo que no podemos imaginar. Por cierto que al librero no le fue encomendada misión alguna, pero espera el encargo un día de éstos.