– Hace diez minutos que está ahí -dijo, y el padre Arregui creyó percibir un eco de admiración contenida-. Al principio se limitó a recorrer las distintas entradas, explorando. De pronto se coló dentro. Ya conocía el camino; sin duda nos ha visitado antes.
– ¿Qué intenciones tiene?
Cooey se encogió de hombros.
– No lo sé. Pero trabaja bien y rápido, con un triple sistema para eludir nuestras defensas: empieza probando permutaciones simples de nombres de usuario conocidos, y después nombres de nuestro propio diccionario y una lista de 432 contraseñas -al llegar a este punto el jesuita torció ligeramente la boca, como para reprimir una sonrisa inoportuna-. Ahora está explorando las entradas a INMAVAT.
Inquieto, el padre Arregui tamborileó con las uñas sobre uno de los manuales técnicos que cubrían la mesa. INMAVAT era una lista reservada de altos cargos de la Curia vaticana. Sólo se entraba en ella mediante una clave personal y secreta.
– ¿Escáner de seguimiento? -sugirió.
Cooey señalaba con el mentón la pantalla de otro monitor encendido en la mesa contigua. Ya he pensado en eso, decía el gesto. Conectado con la policía y con la red telefónica vaticana, aquel sistema registraba todos los datos relativos a la señal del infiltrado; incluso disponía de una trampa para hackers, una serie de recorridos señuelo en cuyos meandros se demoraban los intrusos dejando pistas que permitían su localización e identificación.
– No conseguiremos gran cosa -opinó Cooey al cabo de unos instantes-.
– ¿Qué otra cosa puede querer?
– No sé -la mueca entre curiosa y divertida volvió a insinuarse en la boca del joven, desvaneciéndose apenas alzó la cabeza-. A veces se contentan con curiosear, o dejan un mensaje. Ya sabe:
El padre Arregui afirmó dos veces mientras seguía, absorto, las incidencias de la señal en la pantalla. Después pareció volver en sí, miró el teléfono iluminado en el cono de luz de la lámpara e hizo gesto de alargar una mano hacia el auricular; pero se detuvo a medio camino.
– ¿Cree que va a entrar en INMAVAT?
Cooey señaló la pantalla de su ordenador.
– Acaba de hacerlo -dijo.
– Cielo santo.
Ahora el cursor rojo parpadeaba a toda velocidad, recorriendo rápidamente una larga fila de archivos que desfilaban por la pantalla.
– Es bueno -dijo Cooey, ya sin disimular su admiración-. Que Dios me perdone, pero este
Se había olvidado del teclado y, de codos sobre la mesa, observaba. La lista de acceso restringido estaba ante sus ojos, al descubierto. Ochenta y cuatro cardenales y altos funcionarios, cada uno representado con su correspondiente código. El cursor recorrió la lista de arriba abajo, dos veces, y después se detuvo con un parpadeo en la línea marcada VOIA.
– Ah, el maldito -murmuró el padre Arregui.
El registro de transferencia indicaba un aumento progresivo en la memoria interna; eso indicaba que el intruso había hecho saltar la clave de seguridad e infiltraba un archivo pirata en el sistema.
– ¿Quién es VOIA? -preguntó Cooey.
No obtuvo respuesta inmediata. Desabrochándose el cuello redondo de la sotana, el padre Arregui se pasó una mano por la nuca y miró de nuevo, incrédulo, la pantalla del monitor. Después descolgó el teléfono muy despacio y, tras dudar todavía un instante, marcó el número de urgencia de la secretaría del Palacio Apostólico. El timbre sonó siete veces antes que una voz respondiese en italiano. Entonces el padre Arregui se aclaró la garganta, e informó que un intruso había entrado en el ordenador personal del Santo Padre.
I El hombre de Roma
Por algo lleva la espada. Es el agente de Dios.
(Bernardo de Claraval. Elogio de la milicia templario)