Fue a primeros de mayo cuando Lorenzo Quart recibió la orden que había de llevarlo a Sevilla. Una borrasca se desplazaba hacia el Mediterráneo oriental, y el frente de lluvias discurría aquella mañana sobre la plaza de San Pedro de Roma; así que Quart tuvo que caminar en semicírculo, protegiéndose del agua bajo la columnata de Bernini. Mientras se acercaba a la Puerta de Bronce comprobó que el centinela, recortado con su alabarda en la penumbra del pasillo de mármol y granito, se disponía a identificarlo. El guardia era un suizo grande y fuerte, de cráneo rapado bajo la boina negra del uniforme renacentista a rayas rojas, amarillas y azules; y Quart vio que observaba con curiosidad el impecable corte de su traje oscuro, a tono con la camisa de seda negra de cuello romano y los zapatos de piel fina y también negra, cosidos a mano. Nada que ver, decía aquella mirada, con los grises
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No fue el saludo, formulado en perfecto alemán, lo que hizo al centinela erguirse y enderezar la alabarda, sino las siglas IOE junto a la tiara y las llaves de San Pedro en el ángulo superior derecho del documento de identidad que el recién llegado le mostraba. El Instituto para las Obras Exteriores figuraba en el grueso tomo rojo del Anuario Pontificio como una dependencia de la Secretaría de Estado; pero hasta el más bisoño recluta de la Guardia Suiza estaba al tanto de que, durante dos siglos, el Instituto había ejercido como brazo ejecutor del Santo Oficio, y ahora coordinaba todas las actividades secretas de los Servicios de Información del Vaticano. Los miembros de la Curia, maestros en el arte del eufemismo, solían referirse a él como
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Dejando atrás al centinela, Quart franqueó la vieja Puerta de Bronce para dirigirse a la derecha, anduvo ante los amplios escalones de la Scala Regia, y tras detenerse en la mesa de acreditaciones subió de dos en dos los peldaños de una resonante escalera de mármol a cuyo término, tras la cristalera vigilada por otro centinela, se abría el patio de San Dámaso. Cruzó en diagonal entre la lluvia, observado por más guardias que, cubiertos con capas azules, custodiaban cada puerta del Palacio Apostólico. Ascendiendo por otra corta escalera se detuvo en el penúltimo peldaño, ante una puerta junto a la que había atornillada una discreta placa metálica: