Читаем Marina полностью

El traqueteo pronto se tradujo en una vibración seca y brusca que me golpeaba los músculos petrificados por el frío. Traté de asomarme hasta la abertura del baúl, pero me resultaba casi imposible sostenerme con el vaivén.


Dejábamos Sarriá atrás. Calculé las probabilidades de romperme la crisma si intentaba saltar del carruaje en marcha. Descarté la idea. No me sentía con fuerzas de intentar más heroísmos y, en el fondo, deseaba saber adónde nos dirigíamos, así que me rendí a las circunstancias. Me tendí a descansar en el fondo del baúl como pude. Sospechaba que iba a necesitar recuperar fuerzas para más adelante.


El trayecto se me hizo infinito. Mi perspectiva de maleta no ayudaba y me pareció que habíamos recorrido kilómetros bajo la lluvia. Los músculos se me estaban entumeciendo bajo la ropa mojada.

Habíamos dejado atrás las avenidas de mayor tráfico. Ahora recorríamos calles desiertas. Me incorporé y me alcé hasta la abertura para echar un vistazo. Vi calles oscuras y estrechas como brechas cortadas en la roca. Faroles y fachadas góticas en la neblina. Me dejé caer de nuevo, desconcertado. Estábamos en la ciudad vieja, en algún punto del Raval.

El hedor a cloacas inundadas ascendía como el rastro de un pantano. Deambulamos por el corazón de las tinieblas de Barcelona durante casi media hora antes de detenernos. Escuché al cochero descender del pescante.

Segundos después, el sonido de una compuerta. El carruaje avanzó a trote lento y penetramos en lo que, por el olor, supuse que era una vieja caballeriza. La compuerta se cerró de nuevo.

Permanecí inmóvil. El cochero desenganchó los caballos y les murmuró algunas palabras que no llegué a descifrar. Una franja de luz caía por la apertura del baúl. Oí correr agua y pasos sobre paja.

Finalmente, la luz se apagó. Los pasos del cochero se alejaron. Esperé un par de minutos, hasta que sólo pude oír la respiración de los caballos. Me deslicé fuera del baúl. Una penumbra azulada flotaba en las caballerizas. Me dirigí con sigilo hacia una puerta lateral.

Salí a un garaje oscuro de techos altos y trabados con vigas de madera. El contorno de una puerta que parecía una salida de emergencia se dibujaba al fondo. Comprobé que la cerradura sólo podía abrirse desde dentro. La abrí con cautela y salí por fin a la calle.


Me encontré en un callejón oscuro del Raval. Era tan estrecho que podía tocar ambos lados con sólo extender los brazos. Un reguero fétido corría por el centro del empedrado. La esquina estaba a sólo diez metros. Me acerqué hasta allí. Una calle más amplia brillaba a la luz vaporosa de farolas que debían de tener más de cien años.

Vi la compuerta de la caballeriza a un lado del edificio, una estructura gris y miserable. Sobre el dintel de la puerta se leía la fecha de construcción: 1888. Desde aquella perspectiva advertí que el edificio no era más que un anexo a una estructura mayor que ocupaba todo el bloque. Este segundo edificio tenía unas dimensiones palaciegas. Estaba cubierto por un arrecife de andamios y lonas sucias que lo enmascaraban completamente.

En su interior podría haberse ocultado una catedral. Traté de deducir qué era, sin éxito. No me vino a la cabeza ninguna estructura de ese tipo que se encontrase en aquella zona del Raval.

Me aproximé hasta allí y eché un vistazo entre los paneles de madera que cubrían el andamiaje.

Una tiniebla espesa velaba una gran marquesina de estilo modernista. Acerté a ver columnas y una hilera de ventanillas decoradas con un intrincado diseño de hierro forjado. Taquillas. Los arcos de entrada que se apreciaban más allá me recordaron los pórticos de un castillo de leyenda. Todo ello estaba cubierto por una capa de escombros, humedad y abandono.

Comprendí de repente dónde estaba. Aquél era el Gran Teatro Real, el suntuoso monumento que Mijail Kolvenik había hecho reconstruir para su esposa Eva y cuyo escenario ella jamás llegó a estrenar. El teatro se alzaba ahora como una colosal catacumba en ruinas. Un hijo bastardo de la ópera de París y el templo de la Sagrada Familia a la espera de ser demolido.


Regresé al edificio contiguo que albergaba las caballerizas. El portal era un agujero negro. El portón de madera tenía recortada una pequeña compuerta que recordaba a la entrada de un convento. O una prisión. La compuerta estaba abierta y me introduje en el vestíbulo. Un tragaluz fantasmal ascendía hasta una galería de vidrios quebrados. Una telaraña de tendederos cubiertos de harapos se agitaba al viento. El lugar olía a miseria, a cloaca y a enfermedad.

Las paredes rezumaban agua sucia de tuberías reventadas. El suelo estaba encharcado. Distinguí una pila de buzones oxidados y me aproximé a examinarlos. En su mayoría estaban vacíos, destrozados y sin nombre. Sólo uno de ellos parecía en uso. Leí el nombre bajo la mugre.

Luis Claret – Milá, 3º


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