Despuntaba el alba cuando finalmente me quedé dormido. En sueños me encontré recorriendo las salas de un palacio de mármol blanco, desierto y en tinieblas. Cientos de estatuas lo poblaban. Las figuras abrían sus ojos de piedra a mi paso y murmuraban palabras que no entendía. Entonces, a lo lejos, creí ver a Marina y corrí a su encuentro. Una silueta de luz blanca en forma de ángel la llevaba de la mano a través de un pasillo cuyos muros sangraban. Yo trataba de alcanzarlos cuando una de las puertas del pasillo se abrió y la figura de María Shelley emergió, flotando sobre el suelo y arrastrando una mortaja raída. Lloraba, aunque sus lágrimas jamás llegaban al suelo. Tendió hacia mí sus brazos y, al tocarme, su cuerpo se deshizo en cenizas. Yo gritaba el nombre de Marina, rogándole que volviese, pero ella no parecía oírme. Corría y corría, pero el pasillo se alargaba a mi paso. Entonces el ángel de luz se volvió hacia mí y me reveló su verdadero rostro. Sus ojos eran cuencas vacías y sus cabellos eran serpientes blancas. Reía cruelmente y, tendiendo sus alas blancas sobre Marina, el ángel infernal se alejó. En el sueño olí cómo un aliento fétido me rozaba la nuca. Era el inconfundible hedor de la muerte, susurrando mi nombre.
Me volví y vi una mariposa negra posándose sobre mi hombro.
Capítulo 17
Desperté sin aliento. Me sentía más fatigado que cuando me había acostado. Las sienes me latían cómo si me hubiese bebido dos garrafas de café negro. No sabía qué hora era, pero a juzgar por el sol debía de rondar el mediodía. Las agujas del despertador confirmaron mi diagnóstico. Las doce y media.
Me apresuré a bajar, pero la casa estaba vacía. Un servicio de desayuno, ya frío, me esperaba sobre la mesa de la cocina, junto a una nota.
Releí la nota, estudiando la caligrafía mientras daba buena cuenta del desayuno. Kafka se dignó a aparecer minutos más tarde y le serví un tazón de leche. No sabía qué hacer aquel día. Decidí acercarme al internado para recoger algo de ropa y decirle a doña Paula que no se preocupase de limpiar mi habitación, porque iba a pasar las vacaciones con mi familia.
El paseo hasta el internado me sentó bien. Entré por la puerta principal y me dirigí al apartamento de doña Paula en el tercer piso.
Doña Paula era una buena mujer a la que nunca le faltaba una sonrisa para los internos. Llevaba treinta años viuda y Dios sabe cuántos más a régimen. "Es que soy de naturaleza de engordar, ¿sabe usted?", decía siempre. Nunca había tenido hijos y, aún ahora, rondando los sesenta y cinco, se comía con los ojos a los bebes que veía pasar en sus cochecitos cuando iba al mercado. Vivía sola, sin más compañía que dos canarios y un inmenso televisor Zenith que no apagaba hasta que el himno nacional y los retratos de la familia Real la enviaban a dormir. Tenía la piel de las manos ajada por la lejía.
Las venas de sus tobillos hinchados causaban dolor al mirarlos.
Los únicos lujos que se permitía eran una visita a la peluquería cada dos semanas y el
– Buenas, doña Paula. Perdone que la moleste.
– ¡Ay, Oscar, hijo, qué vas a molestar! Pasa, pasa…
En la pantalla, Joselito le cantaba una coplilla a un cabritillo bajo la mirada benévola y encantada de una pareja de la guardia civil. Junto al televisor, una colección de figuritas de la Virgen compartía vitrina de honor con los viejos retratos de su marido Rodolfo, todo brillantina y flamante uniforme de la Falange. Pese a su devoción por su difunto esposo, doña Paula estaba encantada con la democracia porque, como ella decía, ahora la tele era en color y había que estar al día.
– Oye, qué ruido la otra noche, ¿eh? En el telediario explicaron lo del terremoto ese en Colombia y, ¡ay, mira!, no sé, que me entró un miedo en el cuerpo…
– No se preocupe, doña Paula, que Colombia está muy lejos.
– Di que sí, pero como también hablan español, no sé, digo yo que…
Pierda cuidado, que no hay peligro. Quería comentarle que no se preocupe por mi habitación. Voy a pasar la Navidad con la familia.
– ¡Ay, Oscar, qué alegría!