Читаем Obsesión espacial полностью

Virtualmente, Venus era un mundo desconocido. Las colonias de terrestres estaban establecidas en Marte y Plutón; pero Venus no había sido aún explorado a causa de su desagradable atmósfera de formaldehído. Tanto si estaba habitado como si era inhabitable, ese planeta no reunía condiciones para la colonización.

La nave penetró en la capa nebulosa. La Cavour, que estaba siguiendo la órbita, dejaba detrás de sí y flotando los chorros de vapor gris. Alan navegaba ya haciendo él de piloto, ejecutando lo mejor que podía y sabía las viejas ecuaciones de Cavour. Gobernaba la nave haciéndola seguir una extensa órbita en espiral a mil metros sobre la superficie de Venus. Ajustó la pantalla televisora.

Alan orbitaba sobre una llanura. Era fantástico el celaje —de colores azules y verdes de diversos matices sobre fondo rosa—, y el aire era de color gris algo oscuro. Al denso sudario de vapores que envolvía el planeta no lo atravesaban los rayos del sol.

Cinco horas seguidas exploró la llanura, con la esperanza de descubrir alguna señal de haber sido habitada por Cavour. Se decía el joven que era vana esperanza; en los mil trescientos años transcurridos los vendavales de Venus habrían destruido todo lo que allí construyera Cavour, suponiendo que éste hubiese llegado realmente a Venus. Acaso no llegó nunca. Y había un millón de «acasos».

Alan calculó la órbita, y en ella colocó a la nave. El mozo miró hacia abajo suponiendo, contra toda esperanza, que vería algo. Se preguntó si Max Hawkes hubiera hecho una apuesta sobre el éxito del viaje. Max era el hombre de las corazonadas, y acertaba infaliblemente.

El muchacho habló a Max con el pensamiento y le dijo:

—Tengo ese presentimiento. Ayúdame una vez más desde donde estés, Max. Préstame un poco de tu buena suerte, la necesito.

Se puso a dar vueltas nuevamente. El día de Venus duraría tres semanas más. No había que temer que oscureciese.

¿Hallaría algo?

—¿Que será eso?

Manipuló los mandos, paró el piloto automático y salió de la órbita para retroceder, para volver a explorar lo que antes había avistado sin resultado positivo.

Ese pálido brillo metálico que veía allá abajo… ¿no sería el de una astronave que estaba sobre la arena?

Sí; era una astronave.

Allí había una nave y una cueva. Alan se extrañaba de estar tan sereno. Descendió y su nave quedó parada en medio del yermo desierto de Venus.

Capítulo XVIII

La Cavour estaba a unos ochocientos metros del lugar en que se hallaban los restos de la otra astronave. Alan se puso el traje espacial y, pasando por la esclusa de aire, salió al desierto barrido por el viento.

El joven se sentía un poco aturdido, pues la gravedad era solamente el 0,8 de la normal en la Tierra, y, además, era demasiado rico en oxígeno el aire que había dentro de su traje espacial — ese aire era perpetuamente renovado por el generador que llevaba sujeto a la espalda con unos atalajes.

Pensó Alan que tenía que moderar el suministro de oxígeno; pero, antes de que el joven pudiese hacerlo, el exceso de oxígeno produjo el efecto que tenía que producir. Alan empezó a canturrear; luego, se puso a bailar en la arena; después, se puso a cantar a voz en cuello una balada del espacio que creía haber olvidado, y, finalmente, dio con su cuerpo en la arena.

Pero, aunque seguía aturdido, no lo estaba tanto como para no darse cuenta de que se hallaba en peligro. Haciendo un esfuerzo, pudo moderar por fin el suministro de oxígeno y notó en seguida que se le iba despejando la cabeza.

Caminaba por un desierto fantástico. Venus era un tumulto de colores, todos ellos suaves: azules, grises, rojos, verdes. El cielo, o más bien la capa nebulosa, dominaba con su color rosa la atmósfera. Era un mundo mudo… un mundo muerto.

El muchacho veía a lo lejos los restos de la astronave; más allá de éstos, empezaba a elevarse el terreno de una manera imperceptible hacia una colina que tenía, aquí y allá, afloramientos caprichosos que parecían obra de un escultor de imaginación delirante.

Un cuarto de hora después llegó al lugar en que estaba la nave, mejor dicho, el esqueleto de ésta. No se había estrellado. Durante los siglos que había transcurrido, los vientos cargados de arena habían corroído el metal que era su carne y su piel, no dejando más que la osamenta pelada, la armazón.

Alan dio la vuelta a la nave y, tras andar unos veinte pasos, entró en la cueva.

Encendió su linterna y vio…

En el fondo de la cueva había un esqueleto y un montón de restos oxidados y que habían perdido la forma que antes tuvieron: generadores de atmósfera, herramientas, instrumentos.

Cavour había llegado a Venus sin novedad, pero no había podido salir de allí.

Con gran asombro suyo, Alan halló, debajo del montón de huesos, un libro con cubiertas metálicas, el cual había resistido el paso del tiempo en aquella tranquila cueva. En la cuarta página había escrito su autor:


DIARIO DE JAMES HUDSON CAVOUR

Volumen XVII

20 de octubre de 2570


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