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Su tatarabuelo, analfabeto, había llegado allí cubierto de harapos, era uno de esos granjeros que hablaban esa especie de holandés deformado que más tarde pasaría a ser el afrikaans, ponía en práctica la ley del talión y manejaba con la misma habilidad el fusil que el Antiguo Testamento. El y los pioneros bóers que lo acompañaban no habían encontrado más que tierras áridas y bosquimanos de costumbres prehistóricas, nómadas incapaces de distinguir entre un venado y un animal doméstico, tipos que les arrancaban las patas a las vacas y se las comían crudas mientras las pobres bestias agonizaban entre mugidos, bosquimanos a los que habían echado como a lobos. El viejo no perdonaba una, porque si lo hacía, tenía todas las papeletas para encontrar a su familia asesinada. Se negaba a pagar impuestos al gobernador de la colonia inglesa que los abandonaba a su suerte, en contacto con poblaciones hostiles, desbrozando la tierra y luchando por sobrevivir. Los afrikáners nunca habían dependido de nada ni de nadie. Era esa sangre la que fluía por las venas de Brian, sangre de polvo y de muerte: sangre de selva.

Atavismo antropológico o síndrome de un final de raza anunciado, los bóers eran los eternos perdedores de la Historia -después de la guerra epónima que había visto al vencedor británico quemar sus casas y sus tierras, veinte mil, entre los que había mujeres y niños, habían muerto de hambre y de enfermedad en los campos de concentración ingleses donde los habían encerrado- y la instauración del apartheid, su derrota más vana [15].

Brian consideraba que sus antepasados, al instaurar ese sistema, la habían cagado del todo: el miedo al negro había invadido las conciencias y los cuerpos con una carga animal que recordaba los viejos temores reptilianos; el miedo al lobo, al león, al que se come al hombre blanco. No se podía construir nada sobre esa base: la fobia al otro había devorado la razón y sus mecanismos, y si bien el fin de un régimen tan denostado había devuelto a los afrikáners algo de su dignidad, quince años no bastaban para borrar su contribución a la Historia.

Epkeen bordeó los edificios antiguos del centro de la ciudad y las fachadas de colores de las casas con columnas de Long Street. Las avenidas estaban casi vacías, la mayor parte de la gente se había ido a la playa. Subió hacia Lions Head y buscó algo de frescor sacando la mano por la ventanilla abierta -el aire acondicionado de su Mercedes llevaba siglos estropeado-. Un modelo de colección, como él (una expresión de Tracy, que Brian se había tomado como un cumplido). Condujo sin pensar más en ella ni en aquella historia de pasar el domingo en casa de «Jim».

La intrusión de David le había dejado un sabor amargo. Llevaban seis años sin hablarse, o tan mal que más les habría valido no hacerlo. Brian esperaba que las cosas se arreglaran, pero David y su madre le seguían guardando rencor. La había engañado -era cierto- con mujeres negras, sobre todo. Brian sólo era fiel a sus convicciones, pero, en el fondo, era todo culpa suya. Ruby siempre había sido una furia trágica herida hasta la médula, y él, un imbécil de primera: saltaba a la vista que esa chica era un aviso de tormenta de fuerza máxima. Se habían conocido en un concierto de Nine Inch Nails en un festival de apoyo a la liberación de Mandela, y su manera de retorcerse en medio del estruendo eléctrico le había hecho atraer las tempestades femeninas: una chica que pegaba saltos al son de los riffs de Nine Inch Nails tenía que ser pura dinamita… Brian se había enamorado ahí mismo, el suyo había sido un encuentro como una colisión de líneas de fuga y un haz brillante de amor que iba derecho a sus ojos de loca.

Kloofnek Road: Epkeen evitó por los pelos al mestizo que hacía eses en mitad de la calzada, con la cabeza vendada, y se detuvo en el semáforo. Con su camisa agujereada y moteada de sangre, el desarrapado cayó al suelo unos pasos más allá y quedó tendido bajo el sol, con los brazos en cruz. Otros desechos humanos dormían la mona, tirados en la acera, demasiado borrachos para poder pedir limosna a los escasos viandantes.

El Mercedes dobló la esquina de la avenida y tomó la M 3 en dirección a Kirstenbosch.


Dos vehículos policiales montaban guardia ante la entrada al Jardín Botánico. Epkeen vio la furgoneta del equipo forense en el aparcamiento, el coche de Neuman junto a la tienda de souvenirs y a varios grupos de turistas desconcertados por el nerviosismo con el que los agentes se empeñaban en alejarlos de allí. Las nubes caían desde lo alto de la montaña, como ovejas asustadas. Brian mostró su placa de policía al constable [16] que controlaba los torniquetes de acceso, pasó bajo la bóveda del gran plátano que marcaba la entrada y, seguido por una horda de insectos, se dejó guiar por el canto de los pájaros hacia la avenida principal del parque.

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