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Terreblanche calló. El antebrazo le abultaba casi el doble que antes. El agujero de la picadura se había necrosado, la piel se había vuelto amarilla antes de tornarse azulada. Neuman lo había esposado a la carrocería, aunque no estaba como para escapar. La sombra de las nubes jugaba sobre las crestas de las dunas fabulosas.

Ya no se oyó nada más que el silencio inmortal sobre el desierto inmóvil.

Siguieron esperando, bajo su refugio improvisado, sin intercambiar una sola palabra.

Se estaban asando a fuego lento.

Nadie vendría.

Hasta su misma existencia en lo más hondo de la reserva era un secreto. Nadie sería declarado desaparecido porque Joost Terreblanche no existía, se había fundido en el caos del mundo. Había establecido su base en Namibia con la complicidad de personas que se cuidaban muy mucho de meter las narices en sus asuntos, un escondite donde hacerse el muerto, hasta que todo el revuelo pasara. Nadie se preocupaba de su suerte. Los habían olvidado en el fondo de un valle de arena, en un océano de fuego en el que iban a morir de sed.

Cayó la noche.

Neuman tenía lágrimas como cuchillas en la garganta. Incorporó su tronco dolorido y dio unos cuantos pasos. A la sombra del Toyota, el ex militar apenas reaccionaba. Su boca no era ya más que una manzana arrugada, y sus rasgos, los de un moribundo. Demasiada sangre perdida en el camino, reservas de saliva agotadas, brazo deforme.

Neuman lo sacudió con el pie.

– Levántate.

Terreblanche abrió un ojo, tan vidrioso como el otro. El sol había desaparecido detrás de la cresta. Quiso hablar, pero tan sólo acertó a emitir un silbido apenas perceptible. Neuman le quitó las esposas y lo ayudó a levantarse. Terreblanche apenas se mantenía en pie. Lo miraba con una expresión extraña, como si ya no estuviera a este lado del mundo… Neuman se volvió hacia el oeste.

– Vamos a dar un paseíto -dijo.

Treinta kilómetros a través de las dunas: tenían una probabilidad de llegar a la granja antes del amanecer, una probabilidad entre mil.


Epkeen peinó los edificios y registró los bolsillos de los cadáveres que cubrían el suelo. Nueve alrededor de la granja y otros cuatro en el barracón. Todos paramilitares, abatidos por balas de grueso calibre. 7,62, según el trozo de acero que extirpó de una herida. El mismo calibre que el del fusil Steyr. La pista era la buena, pero ni Terreblanche ni Mzala estaban entre las víctimas. ¿Habrían huido? Brian inspeccionó los alrededores, pero el viento y la tormenta habían borrado todas las huellas.

El afrikáner abandonó sus pesquisas con la llegada del crepúsculo.

Avisó a las autoridades locales de la matanza perpetrada en la granja y encontró refugio en el Desert Camp, un lodge en la linde de la reserva.

Como era verano, el hotel estaba casi vacío; aparcó su montón de polvo ante la llanura inmensa y negoció las llaves con la pequeña namibia de la recepción. El hotel tenía una minúscula piscina de azulejos que daba al desierto rojo. Las tiendas también eran de primera categoría, tiendas de selva de materiales ingeniosos, con cocina exterior, cuarto de baño marroquí y múltiples aberturas a la naturaleza que rodeaba el lodge. Brian se dio una ducha fría y se tomó una cerveza contemplando el anochecer. La sabana se extendía, fabulosa, hasta los montes esculpidos del Namib… Ali estaba allí, en alguna parte…

Brian abandonó la terraza y caminó hacia el desierto. A lo lejos pasó un avestruz. Molido, se tendió al pie de un árbol muerto. La arena estaba tibia bajo sus dedos, y el silencio era tan total que devoraba la inmensidad… Pensó en su hijo, David, que se había ido de juerga a Port Elizabeth, y en Ruby, que estaría aburrida, triste y dolorida en su cama de hospital… Brian no sabía si estaban salvados, si el virus mutaría, si ella le guardaba rencor. El rostro de Ali ocupaba todo el espacio… ¿Por qué no lo había avisado? ¿Por qué no le había dicho nada?

Cien, miles de estrellas aparecieron en el cielo. Batiendo mucho las alas, un búho se posó en la rama del árbol muerto bajo el que descansaba: un ave nocturna de plumas blancas y cuidadas, que lo miraba con sus ojos intermitentes… Había caído la noche por completo. Enjambres de estrellas se empujaban a todo lo largo de la Vía Láctea, estrellas fugaces surcaban el cielo.

Brian se quedó ahí tumbado, con los brazos en cruz sobre la arena naranja y tibia, contando los muertos: un cortejo que, como él, flotaba en la nebulosa…

– ¿Dónde estás?

Desde lo alto de su raquítica rama, el búho no sabía. Observaba al humano, hierático.

Breve momento de fraternidad: Epkeen se durmió a la luz de un porro de Durban Poison que, al borde de la desesperación, terminó de dejarlo KO.


***


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