Читаем Zulú полностью

De hecho, Ali Neuman no se había beneficiado de la ley de discriminación positiva para dirigir la policía criminal de Ciudad del Cabo: había sido mejor que todo el mundo. Era más inteligente; más rápido. Hasta los viejos policías paletos, los que habían obedecido las órdenes, los viciosos y los que se pasaban el día borrachos, lo encontraban bastante listo -para ser un cafre [10]-. Los demás, los que lo conocían por su reputación, pensaban que era un tipo duro, descendiente de algún jefe zulú, y que más valía no provocarlo demasiado con las cuestiones étnicas. Los negros sobre todo habían sufrido una educación muy deficiente [11] y seguían siendo minoritarios en el seno de la élite intelectual: Neuman les demostró que no descendía del mono sino del árbol, como los blancos, lo cual no lo convertía en un ser inofensivo…

Walter Sanogo, el capitán de la comisaría de Harare, sabía quién era Ali Neuman: el enchufado de los blancos. Bastaba ver el corte de su traje -allí nadie podía permitirse esa clase de ropa-. No es que Sanogo le tuviera envidia, sencillamente vivían en mundos distintos.

Pensado para albergar a doscientas cincuenta mil personas, en Khayelitsha vivía actualmente un millón, quizá dos, si no tres: además de los que vivían en los asentamientos ilegales, los sin techo de otros townships superpoblados o los trabajadores que iban de aquí para allá, Khayelitsha, que parecía no tener fondo, engullía a los refugiados de todo el continente africano.

– Si su madre no denuncia a su agresor -dijo-, no veo cómo podría yo lanzar la más mínima investigación… Comprendo que esté usted furioso por lo que le ha ocurrido, pero bandas de chavales de la calle las hay a patadas últimamente.

El ventilador ronroneaba en el despacho del capitán. Sanogo tenía unos cincuenta años, una fea cicatriz en la nariz y unos hombros caídos que el uniforme no llegaba a realzar. La mitad de las órdenes de búsqueda que adornaban la pared detrás de su escritorio eran al menos de hacía uno o dos años.

– La madre de Simón Mceli era una sangoma -dijo Neuman-: al parecer, ella abandonó el township, pero no su hijo. Si Simón pertenece hoy a alguna banda de niños de la calle, tendríamos que poder localizarlo.

El capitán soltó un suspiro triste, no tanto de mala fe como de impotencia. Llegaban, por así decirlo, todos los días, en grupo o aisladas, personas que habían visto arder sus campos; cuyas casas habían sido saqueadas; sus amigos, asesinados; y sus mujeres, violadas ante los ojos del resto de la familia. Si no, era gente que tenía que huir por culpa del petróleo, las epidemias, la sequía, las renovaciones nacionales llevadas a cabo a golpe de machete, de etnocidio o de AK-47; gente perseguida por la desgracia, gente aterrorizada que, por instinto de supervivencia, convergía en la pacífica provincia de El Cabo: Khayelitsha servía hoy en día de tampón entre Ciudad del Cabo, «la ciudad más hermosa del mundo», y el resto del África subsahariana. ¿Cien? ¿Mil? ¿Dos mil? Walter Sanogo no sabía cuántos llegaban cada día, pero Khayelitsha iba a explotar si tenía que albergar a más refugiados.

– Sólo dispongo de doscientos hombres -dijo-, para cientos de miles de personas. Hágame caso, si su madre no tiene complicaciones médicas, olvide la agresión. Diré a mis hombres que pregunten dos o tres veces en la calle: se correrá la voz entre los chavales…

– Si una banda de niños asalta a ancianas, desde luego no se van a asustar de un par de polis curiosos -apuntó Neuman-. Y si esa banda está por aquí, alguien habrá tenido que verla.

– No se haga ilusiones al respecto -replicó Sanogo-. La gente reclama más seguridad, convoca manifestaciones contra el crimen y la droga, pero la última vez que hicimos una redada por el township, nos recibieron a pedradas. Las madres protegen a sus hijos, qué quiere usted… La gente se dice que la pobreza y el paro son la causa de todos sus males, y los trapicheos, una manera de sobrevivir como otra cualquiera. Los Casspir [12] han dejado huellas imborrables en la gente -dijo con fatalidad-, y la mayoría tiene miedo de posibles represalias. Incluso si se trata de un asesinato perpetrado a plena luz del día, nadie ha visto nunca nada.

– ¿Puede al menos echar un vistazo a su ordenador? -dijo Neuman, mirando el cubo plantado sobre su escritorio.

El policía del township no se movió un milímetro.

– ¿Me está usted pidiendo que abra una investigación sobre una agresión que, jurídicamente, no existe?

– No, le estoy pidiendo que me diga si Simón Mceli pertenece a alguna banda conocida, o a alguna mafia -contestó Neuman.

– ¿Un niño de diez años?

– Las manos pequeñas hacen trabajitos pequeños mientras los adultos se reparten el botín: no me diga que no lo sabía.

El tono de la conversación, hasta entonces cortés, se enfrió. Sanogo agitó la cabeza de lado a lado, como si acabara de sentir un escalofrío.

– Eso no nos llevará a ninguna parte -dijo.

El zulú lo miró fijamente con ojos de serpiente.

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