Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Una náusea repentina se apoderó de ella. Doblada y con las manos sobre el estómago, las arcadas precedieron a un vómito cálido y agrio que le obstruyó la garganta, le subió por la nariz y se derramó por el suelo. Resolló y tosió, incapaz de respirar. Presa del pánico, Harume se levantó y avanzó hacia la puerta, pero los músculos de sus piernas habían perdido la fuerza; tropezó y desparramó los incensarios, la navaja, el cuchillo y el tintero. Tambaleándose, sin dejar de pugnar por respirar, logró llegar a la puerta y abrirla. De sus labios entumecidos brotó un grito ronco.

– ¡Socorro!

El pasillo estaba vacío. Aferrándose la garganta, Harume fue dando tumbos hacia unas voces que sonaban distorsionadas y remotas. Las lámparas del techo refulgían como soles y la cegaban. Se apoyó en las paredes para sostenerse. A través de una neblina de náusea y mareo, Harume distinguió unas formas negras y aladas que la perseguían. Unas garras trataron de cogerla del pelo. En sus oídos sonó el eco de unos estridentes chillidos.

«¡Demonios!»


A continuación las acólitas sirvieron sake a la madre de Sano y al padre de Reiko, en honor de la nueva alianza que se había establecido entre las dos familias, y repartieron cuencos de licor entre los asistentes, que exclamaron al unísono:

– Omedeto gozaimasu. -«¡Felicidades!»

Sano vio rostros de felicidad vueltos hacia ellos. La mirada llena de amor de su madre lo conmovió. Hirata se pasó una mano cohibida por la pelusa negra de su cabeza -afeitada durante su investigación en Nagasaki-y le dedicó una sonrisa radiante. El magistrado Ueda asintió en solemne aprobación; el sogún sonreía.

Sano cogió el documento ceremonial de la mesa que tenía delante y lo leyó con voz temblorosa.

– Acabamos de unirnos como marido y mujer para toda la eternidad. Juramos ejecutar fielmente nuestros deberes conyugales y pasar todos los días de nuestras vidas juntos en sempiterna confianza y afecto. Sano Ichiro, el vigésimo día del noveno mes, tercer año Genroku.

Después Reiko leyó su documento, idéntico al anterior. Tenía la voz aguda, clara y melódica. Era la primera vez que Sano la oía. ¿De qué iban a hablar cuando estuvieran a solas esa noche?

Las acólitas dieron a la pareja unas ramas del árbol saka con tiras de papel blanco sujetas, y los condujeron hasta la hornacina para realizar las tradicionales ofrendas matrimoniales a los dioses. Menuda y delgada, Reiko apenas le llegaba a Sano a los hombros. Sus largas mangas y la cola de su vestido se arrastraban por el suelo. Hicieron a la vez una reverencia y depositaron las ramas en el altar. Las acólitas se inclinaron dos veces frente a éste y dieron dos palmadas. Los asistentes las imitaron.

– La ceremonia ha sido completada de forma satisfactoria -anunció el sacerdote que había llevado a cabo la invocación-. Ahora la novia y el novio pueden empezar a construir un hogar armonioso.


Acosada por los demonios, Harume logró orientarse de algún modo por los sinuosos corredores de las dependencias de las mujeres y alcanzar la puerta que llevaba al edificio principal del palacio. Allí estaban las damas del castillo, vestidas con brillantes y coloridos quimonos, atendidas por las criadas y por unos cuantos guardas. A Harume empezaban a abandonarle las fuerzas. Entre resuellos, asfixiada, se desplomó en el suelo.

La multitud se volvió con un sonoro frufrú de adornos de seda. Se alzó una barahúnda de exclamaciones:

– ¡Es la dama Harume!

– ¿Qué le pasa?

– ¡Tiene la boca llena de sangre!

Sobre Harume pendía un mosaico cambiante de caras atónitas y espantadas. Unas manchas púrpuras ocultaban los rasgos de aquellas caras conocidas. Las narices se alargaban, los ojos se encendían, bocas lascivas descubrían sus colmillos. De los hombros surgían alas negras que se sacudían en el aire. Los adornos de seda se convirtieron en el plumaje chillón de unos pájaros monstruosos. Hacia ella se extendían ávidas las garras.

– Demonios -dijo Harume entre boqueadas-. No os acerquéis más. ¡No!

La aferraron unas manos fuertes; unas autoritarias voces masculinas proferían órdenes.

– Está enferma. Avisad a un médico.

– No dejéis que interrumpa la boda del sosakan-sama.

– Llevadla a su habitación.

El pánico dotó de fuerza a los músculos de Harume. Mientras lanzaba golpes a diestro y siniestro y trataba de respirar, su voz acudió a ella en un grito de terror:

– ¡Socorro! ¡Demonios! ¡No dejéis que me maten!

– Está loca. No os acerquéis, ¡apartaos! Es violenta.

La transportaron por el pasillo, seguida de la horda vociferante y agitada. Harume luchó por soltarse. Sus captores por fin la tumbaron y la inmovilizaron de brazos y piernas. Estaba atrapada. Los demonios iban a despedazarla y a devorarla después.

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