Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Echó el pestillo de la puerta y bajó las persianas. Encima de una mesa baja encendió lámparas de aceite e incensarios. Las llamas titilantes proyectaban su sombra sobre los lienzos de papel de las paredes; el incienso humeaba, dulcemente acre. La habitación se impregnó de quietud y silencio. Una oscura excitación aceleró el pulso de Harume. Sobre la mesa depositó un estuche rectangular laqueado de color negro, con incrustaciones de iris dorados, una botella de sake de porcelana y dos cuencos. Sus movimientos eran pausados y gráciles, propios de un ritual sagrado. Después se acercó de puntillas a la puerta y escuchó.

El ruido había disminuido; las mujeres debían de haber acabado de vestirse y estarían de camino hacia la sala del banquete. Harume regresó al altar que había dispuesto. Embargada de ansiedad, se compuso el cabello moreno y lustroso, que le llegaba a la cintura. Se aflojó la faja y separó las faldas de su bata de seda roja. Desnuda de cintura para abajo, se arrodilló.

Se contempló con orgullo. A sus dieciocho años, poseía la madurez física de una adulta, pero con el fresco esplendor de la juventud. Una impecable piel marfileña recubría sus firmes muslos, sus caderas redondeadas y su abdomen. Harume se acarició el sedoso triángulo de vello pubiano con la punta de los dedos. Sonrió al acordarse de él y de su mano allí mismo, de su boca contra su garganta, de su éxtasis compartido. Se deleitó en su eterno amor por él, que estaba a punto de demostrar más allá de cualquier duda.


Para purificar la estancia, uno de los sacerdotes agitó un bastón adornado con blancas tiras de papel y gritó: «¡Que salga el mal, que entre la fortuna! ¡Zuum! ¡Zuum!» Después entonó una invocación a los dioses sintoístas Izanagi e Izanami, venerados procreadores del universo.

Al oír aquellas palabras conocidas, Sano se relajó. La intemporal ceremonia lo elevaba por encima del miedo y la duda; en su interior creció la esperanza. A pesar de los riesgos, quería ese matrimonio. A la avanzada edad de treinta y un años, estaba listo para dar aquel paso definitivo hacia la madurez oficial, para asumir su lugar en la sociedad como cabeza de su propia familia. Y estaba listo para que su vida cambiara.

Los veinte meses que llevaba ejerciendo como sosakan-sama del sogún -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas- habían sido un ciclo ininterrumpido de crímenes, cazas de tesoros y misiones de espionaje. Una etapa que había estado a punto de culminar en tragedia con su viaje a Nagasaki. Allí, durante la investigación del asesinato de un mercader holandés, le dispararon, estuvieron a punto de quemarlo vivo, lo acusaron de traición y casi lo ejecutan antes de poder demostrar su inocencia. Había regresado a Edo siete días atrás, y, aunque no había perdido su afán por la búsqueda de la verdad y la entrega de criminales a la justicia, estaba cansado. Cansado de violencia, muerte y corrupción. El año anterior había vivido una trágica relación amorosa que lo había embargado de una sensación de soledad y de agotamiento emocional.

Ahora, sin embargo, Sano esperaba poder descansar de los rigores de su trabajo; el sogún le había garantizado un mes de vacaciones. Tras un compromiso de un año, Sano acogía de buen grado la perspectiva de tener vida privada, con una esposa dócil y dulce que se erigiese en refugio del mundo exterior. Ansiaba tener hijos, sobre todo un varón que diese continuidad a su nombre y heredase su posición. Aquella ceremonia no era un rito de mero trámite social, sino un portal hacia todo lo que Sano más quería.

El segundo sacerdote tocó una serie de notas agudas y lastimeras con una flauta, mientras el primero lo acompañaba con un tambor de madera. Se acercaba la parte más solemne y sagrada del ritual del matrimonio. Cesó la música. Una acólita vertió el sake consagrado en un cazo metálico y se lo llevó a Sano y a Reiko. La otra les puso delante una bandeja con tres cuencos de madera de diferentes tamaños, metidos el uno dentro del otro. Las acólitas llenaron el primer cuenco, el más pequeño, con el cazo; hicieron una reverencia y se lo tendieron a la novia. Los allí presentes atendían en expectante silencio.


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