Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

Mura, un hombre bajito de pelo gris y rostro cuadrado e inteligente, dejó a un lado su olla de huesos. Era un eta, uno de los parias de la sociedad que trabajaban en la cárcel como transportadores de cadáveres, carceleros, torturadores y verdugos. Los eta también se encargaban de los trabajos sucios, como el vaciado de los pozos negros, la recogida de la basura y la retirada de los cadáveres tras inundaciones, incendios y terremotos. Su vinculación hereditaria a ocupaciones tan relacionadas con la muerte como la carnicería y el curtido de pieles los marcaba como espiritualmente contaminados, poco apropiados para el contacto con el resto de ciudadanos. Pero la adversidad compartida forjaba extraños vínculos: Mura era el sirviente y compañero del doctor Ito. El eta hizo una reverencia a su señor y a Sano y salió de la habitación. Volvió con un pequeño paquete envuelto en un retazo de algodón azul que el doctor Ito entregó a Sano.

– Mi regalo en honor de vuestro matrimonio.

– Arigato, Ito-san.

Sano aceptó el regalo con una reverencia y le quitó el envoltorio. La tela ocultaba un círculo plano de un palmo, de hierro forjado negro: una guarda destinada a encajarse entre el filo y la empuñadura de una espada de samurái. La filigrana era una variación de la divisa familiar de Sano: un elegante perfil de una grulla de largo pico, con el cuerpo atravesado por la ranura para insertar la hoja y con las alas de trabajado plumaje desplegadas. Sano acarició el suave metal y admiró el regalo.

– Es un humilde presente -dijo el doctor Ito-. Mura recogió restos de hierro por la ciudad. Y uno de los conserjes, que era herrero antes de que lo condenaran por robo y lo sentenciaran a trabajar aquí, me ayudó a hacer la guarda por la noche. No es lo bastante buena para…

– Es preciosa -lo atajó Sano-, y la conservaré siempre.

La envolvió con cuidado y la guardó en su bolsa de cordón, más conmovido por el gesto amable de Ito que por cualquiera de los espléndidos regalos que había recibido de manos de extraños que trataban de ganarse su favor. Después, para llenar el embarazoso silencio, extendió su fardo y explicó las circunstancias de la muerte de la dama Harume.

– No traerán su cadáver hasta más tarde, pero hay muchas posibilidades de que la envenenaran. -Sano desplegó las lámparas, los quemadores de incienso, la botella de sake, la navaja, el cuchillo y el frasco de tinta-. Quiero saber si alguno de estos objetos es la fuente del veneno.

A petición del doctor, Mura preparó seis jaulas de madera vacías y otra más grande que contenía seis ratones vivos. El doctor Ito alineó las jaulas sobre la mesa. En las dos primeras encendió una lámpara y un quemador de incienso de la habitación de la dama Harume, metió un ratón gris y escurridizo en cada una de ellas y las tapó con sendos paños.

– De este modo, los ratones quedarán expuestos a cualquier veneno que haya en el aceite o el incienso -explicó el doctor-, y estaremos protegidos de emanaciones peligrosas.

En la tercera jaula introdujo un platito con el sake que, en apariencia, Harume había ingerido poco antes de morir, y otro ratón. Para comprobar la navaja, el doctor Ito afeitó una pequeña porción de la espalda del cuarto roedor; con el cuchillo de mango de nácar realizó una incisión superficial en el abdomen del quinto ratón, y después metió a los animales enjaulas separadas.

– Y ahora, la tinta. -El doctor sacó uno de sus cuchillos de un armario-. Usaré una hoja limpia para evitar contaminaciones externas.

Le hizo un corte en el abdomen al sexto animal, destapó el frasco laqueado y con la brocha extendió tinta sobre la herida. A continuación, lo metió en una jaula.

– Ahora, a esperar.

Sano y el doctor Ito observaron las jaulas. De las dos cubiertas con el paño escapaba el apagado rascar de los ratones. El tercero olisqueó el licor y empezó a beber. El ratón afeitado deambulaba por su jaula mientras los otros se lamían las heridas. De repente se oyó un agudo chillido.

– ¡Mira! -señaló Sano.

El ratón al que habían aplicado tinta en el corte de la barriga se retorcía con la espalda arqueada, daba zarpazos en el aire con las patitas y sacudía la cola de un lado a otro. Su pecho se agitaba como si tratara desesperadamente de introducir aire en los pulmones; tenía los ojos en blanco. Su pequeño hocico rosado se abría y se cerraba emitiendo gritos de agonía y, después, un chorro de sangre. Sano señalaba aquellos síntomas que coincidían con los descritos por el médico del castillo en el caso de la dama Harume:

– Convulsiones. Vómito. Falta de aliento.

Unos cuantos chillidos y boqueadas más, un paroxismo final, y el ratón estaba muerto. Sano y el doctor Ito inclinaron la cabeza en señal de respeto hacia el animal que había dado su vida en aras del conocimiento científico. Después comprobaron las otras jaulas.

– Este ratón está borracho, pero sano -comentó el doctor al observar al animal que daba tumbos en torno al plato de sake, ya vacío.

El ejemplar afeitado y el del corte correteaban por sus jaulas.

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