Читаем El Tatuaje De La Concubina полностью

– Conozco de vista a algunas de las doncellas y a funcionarias de poco rango -dijo-, y una vez dirigí una escolta militar que acompañó a la madre y a las concubinas del sogún en un peregrinaje al templo de Zojo. Pero nunca he tenido un contacto directo con nadie que viva aquí.

Sano experimentó una sensación de desconcierto al adentrarse en territorio desconocido.

– Bueno, empecemos -dijo, cargando su voz de confianza al recordar el aplazamiento de sus festividades nupciales. ¿Cuánto tiempo haría falta para que Reiko y él pudiesen estar juntos? Se puso en camino por el pasillo, resistiéndose a la tentación de andar de puntillas.

El encerado suelo de ciprés relucía y reflejaba vagamente las imágenes distorsionadas de Sano e Hirata. El artesonado del techo estaba adornado con flores pintadas. Las habitaciones desocupadas estaban repletas de cofres, armarios y biombos laqueados, braseros de carbón, espejos, ropas desperdigadas y tocadores atestados de peines, pasadores y frascos. Las paredes interiores estaban cubiertas de murales dorados. En los baños abandonados humeaban las tinas redondas de madera. El pasillo estaba desierto, pero, tras las celosías de madera y las paredes de papel, se agitaba un sinfín de figuras imprecisas. Al paso de Sano e Hirata, las puertas se entornaban y de ellas asomaban ojos asustados. En algún lugar sonaba la melodía melancólica de un samisén. Un agudo murmullo de voces femeninas flotaba en el aire, que parecía más cálido y olía diferente que en el resto del palacio, endulzado por el aroma de las esencias y los ungüentos perfumados. A Sano le parecía detectar también los olores más sutiles de los cuerpos de las mujeres: ¿sudor, secreciones sexuales, sangre?

En aquella poblada colmena, las mismas paredes parecían expandirse y contraerse con aliento femenino. A Sano le habían llegado rumores de ciertos entretenimientos extravagantes que se celebraban allí, de intrigas secretas y fugas. Pero ¿qué experiencia práctica podía aportar él a un misterioso caso de enfermedad mortal en aquel santuario privado? Miró a Hirata.

La cara ancha e infantil del vasallo revelaba un aire de determinación agitada. Caminaba con timidez, con los hombros encorvados, plantando un pie delante del otro con exagerada atención, como si temiese hacer ruido u ocupar demasiado espacio. Pese a su propia incomodidad, Sano sonrió; los dos andaban perdidos allí.

Hubo un tiempo en que Sano, hijo de un ronin -un samurái sin maestro-, se ganaba la vida como instructor en la academia de artes marciales de su padre y como tutor de jóvenes que estudiaban historia en sus ratos libres. Los contactos de su familia le habían garantizado el cargo de comandante de policía. Había resuelto su primer caso de asesinato y le había salvado la vida al sogún, lo cual le había llevado a su actual posición.

Hirata tenía veintiún años, y su padre había sido doshin, un simple policía de Edo, de los encargados de las patrullas. Él había heredado este cargo a los quince años y había mantenido el orden en las calles de la ciudad hasta pasar a ser el vasallo mayor de Sano, un año y medio atrás cuando habían investigado el famoso caso del asesinato de los Bundori. Sus orígenes humildes, inclinaciones personales y experiencia les eran de poca ayuda para la tarea que tenían entre manos, si bien, como se recordó Sano, habían salido airosos de otras situaciones difíciles.

– ¿Qué haremos primero? -preguntó Hirata. Su tono cauto era un eco de los recelos de Sano.

– Encontrar a alguien que nos lleve al lugar de la muerte de la dama Harume.

Pero no fue necesario. Un gran alboroto los atrajo hacia las profundidades del sombrío laberinto de habitaciones ocupadas por incontables mujeres invisibles que susurraban y sollozaban tras las puertas cerradas. Se cruzaron con médicos de azules ropajes que correteaban con sus cofres de medicinas a cuestas; les seguían las sirvientas con bandejas de té y remedios de hierbas. Se oían voces que cantaban o gritaban; repiquetear de campanas, tañer de tambores y crujir de papeles. En los pasillos flotaba el olor dulce y alquitranado del incienso. Sano e Hirata localizaron con facilidad el centro del ajetreo, una pequeña cámara al final del pasillo. Entraron.

En el interior, cinco monjes budistas de túnica azafrán tañían campanas, entonaban plegarias, tocaban tambores y agitaban bastones con tiras de papel para ahuyentar a los espíritus de la enfermedad. Las doncellas echaban sal en el alféizar de las ventanas y alrededor de la estancia para purificar unos limites que la contaminación de la muerte no pudiera atravesar. Dos funcionarias de palacio de mediana edad, ataviadas con los ropajes grises característicos de su cargo, ondeaban incensarios. A través de aquella neblina asfixiante, Sano a duras penas podía ver el cuerpo amortajado que yacía en el suelo.

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