Aquel verano, que fue el del veintitrés, mi padre me permitió invitar a Sotero a acompañarme al pazo miñoto. Previamente había hablado con Matilde, y ella pareció encantada de la invitación, ella y sus cuatro amigas. Sotero apareció con traje nuevo de verano, un sombrero de paja y dos maletitas, una muy pesada, llena de libros. Nos llevó mi padre en su automóvil, con Belinha, y allá nos dejó, en cierta libertad, porque yo había aprobado todas las asignaturas y mi sola obligación era la charla en inglés con la miss,
todas las tardes. Lo primero que preguntó Sotero cuando estuvimos acomodados, los dos en la misma habitación, las camas con dosel, fue si en aquella casa tan grande había libros. Le hablé entonces de la biblioteca, que estaba en un ala alejada y en la que yo había entrado pocas veces. Me dijo que había que explorarla a ver si encontrábamos algo que valiera la pena. También me preguntó el porqué de los doseles, que no les veía la utilidad. «Son cosas de los antiguos», le respondí, a falta de una idea mejor. «Los antiguos eran una gente estúpida que no hacía más que esta clase de sandeces. La Revolución francesa acabó con los de Francia, pero ni en España ni en Portugal guillotinaron a nadie ni quemaron los castillos. Así nos va de atrasados.» Se me representó inmediatamente el pazo ardiendo, las torres llameando, y Sotero atizando el fuego, pero no se lo dije a él. Al día siguiente lo llevé a la biblioteca. Yo apenas la recordaba: era una habitación inmensa, de techos altos, cubiertas las paredes de anaqueles, con marbetes que anunciaban la clase de los libros allí ordenados: teología, filosofía, literatura latina, literatura clásica, literatura moderna. Y otras varias denominaciones. Sotero pareció, de primera impresión, estupefacto, y hasta un poco mareado, daba vueltas, quería verlo todo al mismo tiempo, se subió a una escalera, leyó títulos en alta voz, títulos que no me decían nada, algunos en latín. «¿Y has llegado a los trece años sin leer nada de esto?» «¡Ya ves!» «Verdaderamente me explico que tu padre te desprecie.» Aquello me dolió: «¿Por qué crees que me desprecia mi padre?» «No hay más que verlo.» Descendió de la escalera y empezó a curiosear lo que había por los anaqueles bajos, a su altura. Se detuvo en una gran esfera montada sobre un soporte muy labrado, que yo lamenté inmediatamente no haberme fijado antes en ella, pues me hubiera servido de escenario para mis navegaciones y piraterías. «Esto, ya ves, no sirve para nada. Los mapamundis de hoy son de otra manera. Pero es bonito saber cómo veían el mundo los antiguos.» ¡Menos mal que encontraba algo plausible! «De todas maneras, hay que volver por aquí. En una sola mañana no se puede saber lo que hay. Habrán hecho un catálogo…» «¿Un catálogo?» «Sí. Una lista de todos estos libros.» «Pues no sé…, a lo mejor está en algún cajón, o lo han perdido.» Todavía se entretuvo algún tiempo más en los anaqueles que contenían los libros de historia. «Aquí, ya ves, hay buenas cosas. Ya me gustaría tener algunas de ellas.» Estuve por decirle que las cogiera, que se las regalaba, pero, no sé por qué, lo callé. Un momento después le dije: «Puedes llevarte alguno a nuestro cuarto, y leerlo allí, si quieres.» «Bueno, ya veré.» Pero había cogido un volumen bastante grande, encuadernado en tafilete rojo, con mucho oro en las letras del lomo. «Éste lo leería de buena gana, pero está en francés.» «Es que mis antiguos lo sabían, y el inglés también.» Quedó un poco fastidiado, y devolvió el libro a su anaquel.