Читаем Filomeno, a mi pesar полностью

UNA TARDE DE MUCHA lluvia, Sotero me llevó a casa de don Braulio. Era un bajo oscuro y húmedo en un barrio apartado, pero en la habitación en que nos recibió había libros hasta el techo, y algunos retratos de gente que yo desconocía. No me atreví a preguntar quiénes eran: ahora sé que la efigie de uno de ellos era la de Federico Nietzsche, de quien, por entonces, jamás había oído hablar, y a quien no leí hasta algunos años más tarde. Me recibió el tal don Braulio diciendo: «¿Conque éste es el señorito?» Yo, ingenuamente, le respondí que sí, pero que me llamaba Filomeno Freijomil, para servirle. Nos mandó sentar, y me hizo toda clase de preguntas acerca de mi familia, y del pazo miñoto, y de todo lo que de mí había averiguado por los cuentos de Sotero. Cuando terminó el interrogatorio, añadió algo así como esto: «Perteneces a la clase de los explotadores, y será difícil redimirte, pero yo no me opongo a que vengas alguna vez a escucharme. Te servirá, al menos, para tener conciencia de tu propia injusticia.» Y como yo le mirase estupefacto, concluyó: «Porque tú eres la injusticia viva, la injusticia andante. Lo que te sobra es lo que han robado para ti tus antepasados, y también tu propio padre, el ex senador. El Primer Anarquista del que se tiene noticia dijo al que le escuchaba: "Vende tus bienes, reparte el dinero entre los pobres y sígueme." Pero Aquel Anarquista creía en Dios y, a lo mejor, hasta creía serlo. Hoy no basta con que vendas tus bienes y se los des a los pobres. Hay que acabar con los bienes de todos, y que no haya pobres jamás. Los hombres somos iguales ante la Naturaleza, y toda diferencia es criminal. Tú eres diferente, aunque aún no lo sepas, pero yo te lo digo y no debes olvidarlo. Mientras seas diferente, eres cómplice de la Injusticia Universal. En tus manos está el abandonarlo.» «¿Ves, ves?», me dijo entonces Sotero. Yo no veía nada. Yo me sentía confuso y con ganas de marchar. Pero aquel hombre hablaba de manera sugestiva, y volví otras tardes, con Sotero, a escucharlo. No me acusó más de rico ni de indiferente, no volvió a echarme en cara ningún crimen en el que yo, involuntariamente, era partícipe. Nos hablaba, a veces, de la Igualdad, y, otras, del Universo, que parecía conocer como las palmas de sus manos. Debo confesar que el viaje que hacía con la palabra, por las estrellas y por los mundos superiores, era realmente fascinante, como cuando nos describía la correspondencia armónica entre todos los seres, y que para todo lo existente no había más que una ley y una sola explicación. Pero nunca nos la dio, quizá por comprender que nuestra edad no estaba para ciertas revelaciones. Otra vez me examinó acerca de mis lecturas. Le hablé de las novelas que había leído. «¡Bah, literatura, nada más que literatura! Los literatos han colaborado siempre en el engaño de los hombres y han justificado su esclavitud. Hay que librarse también de la literatura.» Yo le dije, ingenuamente, que era una asignatura que teníamos que aprobar, y él se echó a reír, pero no dijo nada más. Aquel don Braulio era un hombre ya mayor, de barbas entrecanas y unas gafas de acero encima de las narices. Una de aquellas tardes nos explicó las razones por las que en España todos los problemas se resolvían con pronunciamientos militares, y que éste que empezábamos a padecer lo habían provocado los anarquistas de Barcelona con sus bombas. «Yo no soy partidario de esos procedimientos, que no resuelven nada. La revolución vendrá sola, cuando el proletariado, consciente de sí mismo, alcance el poder. Pero para eso aún falta tiempo. Ni yo lo veré, ni quizá vosotros. Sin embargo es el destino de la humanidad, la sociedad sin clases, sin diferencias de riqueza, todos iguales y todos felices. Pero eso no lo entendéis aún.» «¿Yo tampoco?», preguntó Sotero. «Tampoco tú, hijo mío, todavía; pero no tardarás en entenderlo.» Don Braulio se murió aquel invierno, de un enfriamiento. Pasó mucho tiempo en cama tosiendo y adelgazando. Sotero iba todas las tardes a verle; yo, alguna de ellas. Hablaba poco, y lo que hablaba, de la muerte, que, insistía, esperaba con la serenidad de los sabios. A mí me hubiera gustado que me explicase qué era lo de esperar la muerte con serenidad, probablemente porque yo no tuviera las ideas muy claras acerca de la relación entre la serenidad y la muerte, pero nunca me atreví. Sotero tomó a su cargo convencerme de que, morir, era volver a la tierra de donde habíamos salido; que el cuerpo se desintegraba, y una parte se la comían los gusanos, y otra la absorbía la tierra; pero de la serenidad no pudo decirme nada. Tampoco su explicación de la muerte me tranquilizó, porque yo no venía de la Tierra, sino del vientre de mi madre. Don Braulio le anunció un día, cuando estaba peor, que le dejaba heredero de sus libros y de su mesa de despacho, y que podía llevárselos antes de que él muriese, no fueran después a ponerle dificultades. Yo ayudé a Sotero a transportar grandes paquetes, uno tras otro, durante varias tardes; pero la mesa y los estantes hubo de llevarlos una carreta de bueyes, que le cobró a Sotero dos pesetas, y, como no las tenía, tuve que dárselas yo. Don Braulio se murió una tarde de mucha lluvia, después de pasar la noche en puras toses y ahogos, hasta quedar de repente callado y quieto, con la boca torcida, hacia el atardecer. Vinieron a amortajarlo y lo vistieron con su traje de siempre, hasta el chaleco. «Parece que está vivo -decían-. Parece que está hablando.» Pero a mí me resultaba extraña, entre grotesca y macabra, aquella figura metida en el ataúd, con la leontina en el chaleco y la mandíbula sujeta por un pañuelo amarillento del que emergía el bigote. Al día siguiente fuimos al entierro: poca gente, todos con paraguas abiertos, el féretro llevado a hombros por unos desconocidos. En el cementerio había pocas tumbas, ninguna de ellas con cruz. La de don Braulio estaba abierta, con un montón de tierra encharcada al lado. Antes de meter en ella el ataúd, alguien le puso encima una bandera colorada, y un hombre que salió de entre la gente pronunció unas palabras de las que nada entendí, pero de las que me quedó la frase «apóstol laico», quizá por ser las menos comprensibles. Después, cada cual se fue por su lado, y oí mentar a la policía. Sotero, en el fondo, estaba contento por hallarse dueño de tantos libros, y durante muchas tardes le ayudé a colocarlos por tamaños y a catalogarlos. También había traído los retratos. Pude leer en ellos que uno era de un tal Reclus, y otro de Bakunin, ambos muy melenudos, además del de Nietzsche, el más deteriorado por la humedad.

Перейти на страницу:

Похожие книги

Дом учителя
Дом учителя

Мирно и спокойно текла жизнь сестер Синельниковых, гостеприимных и приветливых хозяек районного Дома учителя, расположенного на окраине небольшого городка где-то на границе Московской и Смоленской областей. Но вот грянула война, подошла осень 1941 года. Враг рвется к столице нашей Родины — Москве, и городок становится местом ожесточенных осенне-зимних боев 1941–1942 годов.Герои книги — солдаты и командиры Красной Армии, учителя и школьники, партизаны — люди разных возрастов и профессий, сплотившиеся в едином патриотическом порыве. Большое место в романе занимает тема братства трудящихся разных стран в борьбе за будущее человечества.

Георгий Сергеевич Березко , Георгий Сергеевич Берёзко , Наталья Владимировна Нестерова , Наталья Нестерова

Проза / Проза о войне / Советская классическая проза / Современная русская и зарубежная проза / Военная проза / Легкая проза
Рыбья кровь
Рыбья кровь

VIII век. Верховья Дона, глухая деревня в непроходимых лесах. Юный Дарник по прозвищу Рыбья Кровь больше всего на свете хочет путешествовать. В те времена такое могли себе позволить только купцы и воины.Покинув родную землянку, Дарник отправляется в большую жизнь. По пути вокруг него собирается целая ватага таких же предприимчивых, мечтающих о воинской славе парней. Закаляясь в схватках с многочисленными противниками, где доблестью, а где хитростью покоряя города и племена, она превращается в небольшое войско, а Дарник – в настоящего воеводу, не знающего поражений и мечтающего о собственном княжестве…

Борис Сенега , Евгений Иванович Таганов , Евгений Рубаев , Евгений Таганов , Франсуаза Саган

Фантастика / Проза / Современная русская и зарубежная проза / Альтернативная история / Попаданцы / Современная проза