Media docena de elfos domésticos corrieron hacia ella indignados. Mientras uno cogía la botella, los otros cubrieron a Winky con un mantel grande de cuadros y remetieron las esquinas, ocultándola.
—¡Lamentamos que hayan tenido que ver esto, señores y señorita! —dijo un elfo que tenían al lado y que parecía muy avergonzado—. Esperamos que no nos juzguen a todos por el comportamiento de Winky, señores y señorita.
—¡Se siente desgraciada! —replicó Hermione, exasperada—. ¿Por qué no intentáis animarla en vez de taparla de la vista?
—Le rogamos que nos perdone, señorita —dijo el elfo doméstico, repitiendo la pronunciadísima reverencia—, pero los elfos domésticos no tenemos derecho a sentirnos desgraciados cuando hay trabajo que hacer y amos a los que servir.
—¡Por Dios! —exclamó Hermione enfadada—. ¡Escuchadme todos! ¡Tenéis el mismo derecho que los magos a sentiros desgraciados! ¡Tenéis derecho a cobrar un sueldo y a tener vacaciones y a llevar ropa de verdad! ¡No tenéis por qué obedecer a todo lo que se os manda! ¡Fijaos en Dobby!
—Le ruego a la señorita que deje a Dobby al margen de esto —murmuró Dobby, asustado.
Las alegres sonrisas habían desaparecido de la cara de los elfos. De repente observaban a Hermione como si fuera una peligrosa demente.
—¡Aquí tienen la comida! —chilló un elfo, y puso en los brazos de Harry un jamón enorme, doce pasteles y algo de fruta—. ¡Adiós!
Los elfos domésticos se arremolinaron en torno a los tres amigos y los sacaron de las cocinas, dándoles empujones en la espalda, a la altura de la cintura.
—¡Gracias por los calcetines, Harry Potter! —gritó Dobby con tristeza desde la chimenea, donde se encontraba junto al bulto en que había quedado convertida Winky, arrebujada en el mantel.
—¿No podías cerrar la boca, Hermione? —dijo Ron enojado, cuando la puerta de las cocinas se cerró tras ellos de un portazo—. ¡Ahora ya no querrán que vengamos a visitarlos! ¡Hemos perdido la oportunidad de sacarle algo a Winky sobre Crouch!
—¡Ah, como si eso te preocupara! —se burló Hermione—. ¡Lo que a ti te gusta es que te den de comer!
Después de eso, el día se volvió inaguantable. Harry se hartó hasta tal punto de que Ron y Hermione se metieran el uno con el otro mientras hacían los deberes en la sala común, que por la noche llevó él solo la comida de Sirius a la lechucería.
No le apetecía regresar a la torre de Gryffindor y oír a Ron y Hermione gruñéndose el uno al otro, así que se quedó observando cavar a Hagrid hasta que la oscuridad lo envolvió y, a su alrededor, las lechuzas empezaron a despertar y a pasar zumbando por su lado para internarse en la noche.
Al día siguiente, para el desayuno, se había disipado el mal humor de sus amigos, y, para alivio de Harry, no se cumplieron las pesimistas predicciones de Ron de que los elfos domésticos mandarían a la mesa de Gryffindor una pésima comida por culpa de Hermione: el tocino, los huevos y los arenques ahumados estaban tan ricos como siempre.
Cuando llegaron las lechuzas, ella las miró con impaciencia; parecía que esperaba algo.
—Percy no habrá tenido tiempo de responder —dijo Ron—. Enviamos a
—No, no es eso —repuso Hermione—. Me he suscrito a
—¡Bien pensado! —aprobó Harry, levantando también la vista hacia las lechuzas—. ¡Eh, Hermione, me parece que estás de suerte!
Una lechuza gris bajaba hasta ella.
—Pero no trae ningún periódico —comentó ella decepcionada—. Es...
Para su asombro, la lechuza gris se posó delante de su plato, seguida de cerca por cuatro lechuzas comunes, una parda y un cárabo.
—¿Cuántos ejemplares has pedido? —preguntó Harry, agarrando la copa de Hermione antes de que la tiraran las lechuzas, que se empujaban unas a otras intentando acercarse a ella para entregar la carta primero.
—¿Qué demonios...? —exclamó Hermione, que cogió la carta de la lechuza gris, la abrió y comenzó a leerla—. Pero ¡bueno! ¡Hay que ver! —farfulló, poniéndose colorada.