El carrito, meneándose sobre sus ruedas en mal estado, siguió avanzando por inercia y lo golpeó debajo de las rodillas.
— ¡Mira…! — Izya se había detenido a unos diez pasos detrás de él y señalaba algo con el brazo extendido.
— ¿Qué es eso? — preguntó Andrei, sin mucho interés. Izya tiró de las riendas y, sin bajar la mano, arrastró su carrito hasta situarse junto a su amigo. Andrei lo miraba avanzar, andrajoso, con la barba hasta el pecho y la cabellera revuelta, gris por el polvo, enfundado en una chaqueta hecha jirones, a través de los cuales se podía ver un cuerpo velludo y empapado de sudor. La tela de los peales apenas le cubría las rodillas, a la bota derecha se le había separado la suela y dejaba ver unos dedos sucios, de uñas negras y partidas. Un corifeo del espíritu. Un sacerdote y apóstol del eterno templo de la cultura…
— ¡Un peine! — pronunció Izya con solemnidad mientras se acercaba. El peine era de los baratos, de plástico, con varios dientes rotos; ni siquiera era un peine, sino los restos de un peine, y en el sitio por donde se había partido se podía distinguir el logotipo del fabricante, pero el plástico se había decolorado tras muchas décadas de calor solar y estaba muy corroído por los granos de polvo.
— Ahí lo tienes — dijo Andrei —. Y tú chillabas todo el tiempo que nadie antes de nosotros, nadie antes de nosotros…
— No he dicho eso nunca — dijo Izya, pacífico —. Sentémonos un momento, ¿está bien?
— De acuerdo — asintió Andrei sin el menor entusiasmo, y en ese mismo instante, sin quitarse los arreos. Izya se dejó caer en el suelo a su lado y se guardó el trozo de peine en el bolsillo superior.
Andrei puso su carrito perpendicular al viento, se quitó los arreos y se sentó, apoyando la espalda y la nuca contra los bidones calientes. Enseguida el viento aminoró, pero la arcilla implacable les quemaba las nalgas a través del tejido gastado.
— ¿Dónde están tus depósitos? — dijo, despectivo —. Charlatán.
— Bus-ca, bus-ca — replicó Izya —. Deben de estar por ahí.
— Y eso, ¿a qué viene? — Pues se trata de un chiste — explicó Izya, divertido —. Un comerciante fue a un burdel…
— ¡Otra vez! — dijo Andrei —. Siempre lo mismo. No te cansas nunca, Katzman, por Dios…
— No puedo permitirme el cansancio — dijo Izya —. Debo estar listo a la primera oportunidad.
— Moriremos aquí — dijo Andrei.
— ¡De eso nada! ¡Ni lo pienses, ni se te ocurra!
— No se me ocurre — respondió Andrei.
Era verdad. La idea de una muerte inevitable entonces le venía a la cabeza muy rara vez. Quién sabe por qué. Quizá porque la aguda sensación de estar irremisiblemente condenado se había embotado, o sería porque la carne estaba tan reseca y agotada que ya no gritaba ni gemía, sólo susurraba en el umbral de lo audible. O pudiera ser que finalmente la cantidad se hubiera transformado en calidad y se hacía sentir la presencia constante de Izya con su indiferencia casi antinatural ante la muerte que no dejaba de merodear en torno a ellos, llegando hasta muy cerca y alejándose después, pero sin perderlos nunca de vista. Por una u otra razón, desde muchos días atrás, cuando Andrei se refería al final inevitable era sólo para percibir una y otra vez que le era del todo indiferente.
— ¿Qué dices? — preguntó.
— Digo que lo fundamental es que no temas morir aquí.
— Eso me lo has dicho cien veces. Hace tiempo que no lo temo, pero tú sigues insistiendo en eso.
— Está bien — dijo Izya, pacífico, y estiró las piernas —. ¿Con qué podría atarme la suela? — indagó, meditativo —. Dentro de muy poco se caerá.
— Corta el extremo de los arreos y átala. ¿Quieres la navaja?
— No importa — dijo Izya, finalmente mirándose los dedos que asomaban —. Cuando se caiga del todo, entonces… ¿Un traguito?
— ¿Las manos se hielan, los pies se hielan? — dijo Andrei, y al instante se acordó del tío Yura. Le costaba trabajo acordarse de él, pertenecía a otra vida.
— ¿No será hora de que nos echemos un buen trago al coleto? — replicó Izya con animación, mirando obsequioso a los ojos de Andrei.
— ¡Al diablo! — dijo Andrei, satisfecho —. ¿Sabes qué agua vas a beber? La que previste. Me mentiste sobre el depósito, ¿no es verdad?
Como esperaba, Izya se enfureció enseguida.
— ¡Vete a la mierda! ¿Acaso soy tu nana?
— Entonces, tu manuscrito mentía…
— Idiota — replicó Izya con desprecio —. Los manuscritos no mienten. No son libros. Hay que saber cómo leerlos.
— Ah, entonces es que no sabes leerlos.
Izya se limitó a mirarlo y enseguida se levantó, presa de la furia.
— Cualquier desgraciado se cree que… — masculló —. ¡Vamos, levántate! ¿Quieres encontrar el depósito? Entonces, nada de quedarse sentado. ¡Te digo que te levantes!
El viento, jubiloso, les azotó las orejas con sus aguijones y, como si se tratara de un cachorro juguetón, levantó un remolino sobre la colina de arcilla que con un esfuerzo se dispuso a esperarlos, permaneciendo atenta unos segundos, como haciendo acopio de fuerzas, y después se deslizó, dando lugar a una ladera abrupta.